Desde el año 1999, Brasil viene implementando un régimen de metas de inflación, similar al que arrancó este año en la Argentina, con resultados que no han sido satisfactorios en términos de estabilidad ni crecimiento. Una de las razones de esta experiencia fallida ha sido el mix desaconsejable de políticas, que predominó la mayor parte del tiempo, basado en altas tasas de interés y política fiscal laxa, con efectos negativos sobre la competitividad. Hay quienes temen que la Argentina pueda replicar este recorrido, pero un repaso de las principales variables involucradas permite ver diferencias potencialmente significativas. Sin embargo, sea por la herencia o por “pecados de origen”, existen riesgos que sólo habrán de diluirse con el tiempo.
Las tribulaciones del vecino país tienen que ver con políticas económicas inconsistentes, más que con el régimen de metas de inflación. Además, ese esquema requiere la plena credibilidad del Banco Central, algo que en Brasil recién ahora parece encaminarse luego de años de recurrentes interferencias políticas.Hay que considerar que, desde 2003, la política económica de los gobiernos de Lula y Dilma fue acumulando distorsiones que al principio quedaron disimuladas por el “boom de commodities”. Y cuando esa etapa quedó atrás, los intentos de Brasilia de evitar que la economía se enfriara (en paralelo con los cepos de Argentina) no sólo no dieron resultado, sino que agravaron los problemas irresueltos. Así es como se llegó a la caída de más de 8 puntos del PIB entre 2015 y 2016.
El hilo conductor puede encontrarse en la insustentable política fiscal, que ahora el gobierno de Temer busca revertir, con la reforma de jubilaciones y el techo al gasto público. De 2003 a 2016 el gasto público del gobierno central de Brasil subió de 14,8% a 19,9% del PIB, sin contar el aumento de 9 puntos del PIB de deuda para capitalizar al BNDES, impulsando préstamos de dudosa eficacia, como se constata ahora con el Lava Jato.
Así, la inflación durante la vigencia de las metas ha sido de 6,8% anual, contra un objetivo de 4,5%. Y esto pese a una tasa real de interés de 7% anual durante buena parte del período (hacia el final, Dilma empujó las tasas hacia abajo, pero el voluntarismo tampoco dio resultados). El déficit y la expansión del gasto pudieron más que la política monetaria, con lo que las metas se cumplieron en sólo tres de los 18 años considerados.
Brasil perdió competitividad porque el aumento del gasto fue a partidas corrientes y porque la productividad no figuró en la agenda, con un salario mínimo que subió a un ritmo anual de 4,1% en términos reales, pese a que la productividad laboral lo hacía a poco más de 1% anual (The Conference Board). Con aquellas tasas de interés, el endeudamiento de las familias trepó a niveles récord, hasta comprometer el 19,5% de sus ingresos, obturando el motor del crédito.
Cuando los términos de intercambio se deterioraron y el precio del dólar comenzó a subir, el Banco Central intervino masivamente en el mercado cambiario por temor al impacto inflacionario, propio del frágil logro estabilizador.
¿Pueden repetirse en la Argentina estas inconsistencias? No habría que ser tan pesimista. Los funcionarios del área económica tienen como referencia a Israel, que sólo pudo vencer la inflación con prudencia fiscal. Más allá de lo académico, el reaseguro está en que la Argentina no podrá aumentar el gasto público en los próximos años, porque no tendría cómo financiarlo. Sin embargo, las luces amarillas no se habrán de apagar rápidamente. Hay que tener en cuenta que el Gobierno pudo anotar un déficit primario de 4,6 puntos del PIB en 2016 sólo por el blanqueo, ya que sin ese plus el rojo fue de 5,8 puntos. Esto explica el escepticismo para este año, vinculado con la meta de 4,2 puntos. Además, ahora se agrega el déficit cuasifiscal, del Banco Central, cuya deuda ya llega a 9 puntos del PIB.
El cronograma oficial apunta a llevar el déficit del Tesoro a 2,2% del PIB en 2019 (sin contar intereses) y, para acercarse a la meta, el trabajo deberá hacerse por el lado del gasto, ya que la presión tributaria está en el límite. Dados los compromisos existentes en jubilaciones, planes sociales y obra pública, el ajuste deberá concentrarse en superposiciones, ineficiencias y gastos suntuarios. A su vez, la presión por bajar impuestos distorsivos habrá de llevar a reformas que reduzcan la informalidad (la mejor forma de financiarlas).
Hay derecho a dudar de la velocidad de la consolidación fiscal (más cuando involucra a las provincias), pero es más difícil discutir la dirección de los cambios. En todo caso, será la mayor o menor disponibilidad de financiamiento externo la que marque el ritmo. Aunque el Gobierno tenga dificultades para bajar en 4,4 puntos del PIB el gasto hacia 2019 (necesario para llegar al 2,2% de déficit), existe una “zanahoria” apetitosa para avanzar, ya que, en ese caso: a) será más fácil acercarse a las metas de inflación; b) no se necesitarán tasas de interés ultrapositivas, y c) el tipo de cambio real podría dar alguna ayuda a la competitividad ya que, por el lado del gasto, se diluiría la presión inflacionaria sobre servicios, y por el lado de la tasa, se debilitarían los arbitrajes de “capital golondrina”.
La clave es que, cuando los fundamentos de la economía lleven a un escenario en el que el precio del dólar tenga que subir, existan suficienten estabilidad y control fiscal como para que ese movimiento se transmita sólo marginalmente a la inflación. El test que anticipa si el camino es correcto es el nivel de la tasa real de interés que hace converger la inflación a las metas. Si es necesario un 7% anual como en Brasil, estaríamos frente a un problema muy serio. Si se puede lograr con un 4%, es un escenario prometedor. Y esto depende de la política fiscal y de los incentivos a la competitividad, aunque al principio también pesen la inercia inflacionaria y los efectos de primera y segunda ronda de los ajustes tarifarios.
En este contexto, ¿cómo interpretar las últimas movidas del BCRA, subiendo tasas de Lebacs y pases? No se trata de un escenario “a la Brasil” porque, en realidad, esas tasas promedian el 2,5 anual en términos reales (contra la inflación núcleo) desde noviembre. El Central se relajó, posiblemente por la baja inflación que se observó entre noviembre y enero, y ahora está reaccionando. Es más, si la inflación de mayo no viene demasiado bien, podría volver a subir las tasas. Para evitar un camino similar al de Brasil, más que auscultar al Central, conviene focalizarse en el gasto público y en el avance, o no, de la competencia en los mercados.