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Mi sexto sentido

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Durante el fin de la infancia y toda mi adolescencia desarrollé una especie de sexto sentido para descubrir sexo con el control remoto. Los años de zapping intuitivo y frenético me dejaron esta habilidad que ya es involuntaria y casi un karma. La gente que ha visto televisión a mi lado es testigo. Enciendo el televisor y con apretar dos o tres botones pongo justo el canal donde hay una escena erótica. Quizá hago un barrido mínimo, una pausa en una película, y ahí están, jugando a la bestia de dos espaldas como dice Yago en Otelo.

La práctica creo que empezó en esa época en que veía Función privada los sábados a la noche. Ya mis hermanas salían, pero el benjamín se quedaba frente a la tele haciéndole el ole con los botones del control a cuanto miembro de la familia cruzaba frente a la tele que, desgraciadamente, estaba en un lugar de alta circulación doméstica. Tenía que cambiar de canal cuando pasaban. ¿Qué hacés viendo Grandes valores del tango?, me decía mi hermana del medio, poniéndose los aros. Me gusta, decía yo y pensaba, por favor terminá de arreglarte y despejá que esta película promete. Ya la música misma de Amarcord con la que empezaba Función privada me hacía pasar a la clandestinidad, porque me delataba y tenía que ponerla bajito. Empezaba lo prohibido: en ATC, Carlos Morelli y Rómulo Berruti, wisky en mano, frente al gran poster de Marilyn, presentaban cine italiano, francés y argentino, y siempre prometían escenas muy fuertes. Era la época del destape, la televisión recién empezaba a relajarse. La temprana curiosidad hormonal apenas, y encontraba esos pocos carriles para incursionar en el mundo adulto.

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El cine que Función privada nos mostró a toda una generación por esos años era bueno, aunque lo hayamos visto con intenciones bastante poco artísticas, esperando la escena en que finalmente los amantes se iban a los bifes. Yo fui aprendiendo que si era una película italiana había cachondeo de punta a punta, pero no era nada demasiado explícito como desnudos frontales, sino más bien una sucesión de escotes y curvas admirables. Si era francesa, había que soportar a las parejas hablando mucho, pero los diálogos post coitales en general mostraban desnudos largos y despreocupados, francesitas flacas fumando en tetas. Si era una europea de soldados, por ejemplo, estaba asegurada una escena en un burdel. Si era argentina y aparecía Camila Perissé o la pelirroja Katja Alemann había chances de altos momentos, aunque siempre con zamarreada, semi violación y cachetazo pesado de los machotes locales, como Rodolfo Ranni o Federico Luppi (mucha doble consonante en los elencos patrios). El cine argentino no concebía la posibilidad de una escena sexual sin sometimiento; nunca se veía a dos personas pasándola bien, eso se lo dejaban a las de Porcel y Olmedo. Como si el sexo consensuado fuera light o poco interesante para el imaginario post dictadura.

Era lo que había. La idea de Internet estaba todavía oculta en algún cerebro norteamericano, dividida en dos neuronas que no habían hecho sinapsis. No había llegado el cable con los cuerpos verdes, azules y naranjas flameando confusos en el porno codificado. No eran los 90 todavía. Sólo había canales de televisión abierta, de manera que cada centímetro de piel prohibida tenía audiencia total, como si se pasara en cadena nacional. Además, los niños no podíamos entrar al cine a ver Expertos en pinchazos o Las colegialas se divierten. Lo único que nos quedaba era transgredir el horario de protección al menor para ver esas escenas eróticas que quedaron grabadas a fuego. Las escenas de Tacos altos, con Susú Pecoraro, me impresionaron mucho porque en esa época salíamos del colegio en Olivos a almorzar a un bar cerca de la estación donde comía también una prostituta que se paraba en una esquina de Libertador con las mismas calzas rojas que Luisa, el personaje de Susú. Nos veía mirarla comer su hamburguesa y nos sonreía y a veces hasta nos tiraba besitos. Había otras escenas que nos tocaban de cerca. En Los chicos de la guerra, un adolescente se va a la casa con la compañera del colegio y después de buscar un disco se da vuelta y ella está desnuda con la corbata de él puesta. Era Emilia Mazer, si no me equivoco. Después estaba todo el género lesbopenitenciario que atravesó los ochentas con Edda Bustamante. Y títulos como Las lobas, con Leonor Benedetto, Los gatos, con Reina Reech... (siguen las dobles letras). Todas esas musas componen mi sexto sentido. Estoy hecho y formado por sus rayos catódicos.

No reniego de mi habilidad.