Mi abuelo vasco nació en 1887 y llegó a la Argentina a principios del siglo siguiente para volver unos años a Europa durante la Guerra Civil Española. En la casa de mi abuelo había un retrato autografiado de un hombre rubio de uniforme, cuya identidad se me escapó durante mi infancia. Más tarde averigüé que se trataba del príncipe Yusupov, célebre por participar en el asesinato de Rasputín, el monje que (mal) aconsejaba al zar y la zarina. Mi abuelo conoció a Yusupov en París, donde éste se exilió después de la Revolución Rusa. No me queda claro qué hacía mi abuelo en París en los años 30 y, dado que la Wikipedia nos informa que Yusupov integraba un círculo de aristócratas homosexuales, me da un poco de miedo averiguarlo. En realidad, la moraleja de esta historia es que en los años 50, un señor socialista como era mi abuelo (hasta tenía un carnet del PSOE) no consideraba que tener un asesino en la pared fuese un hecho vergonzoso, como hoy sería tener un retrato de Bin Laden (excluyo a Hebe de Bonafini y similares).
Pero volvamos a Rusia, o mejor dicho a España. Tal vez porque no pagan derecho de autor, las editoriales españolas están editando a todos los rusos de hace un siglo que encuentran. Entre los libros que lograron esquivar el bloqueo aduanero hay dos de Boris Savinkov, El caballo amarillo (1909) y El caballo negro (1923). Savinkov es acaso el mayor escritor-terrorista de todos los tiempos. Su literatura es de buena calidad, pero su biografía es espectacular. Nació en lo que hoy es Ucrania en 1879; se convirtió muy joven en agitador revolucionario y organizó atentados contra altos funcionarios del régimen zarista. Sus golpes más espectaculares fueron los asesinatos del ministro del Interior y del Gobernador General de Moscú. De este último trata El caballo amarillo, donde el narrador cuenta los preparativos del atentado y el acoso de la policía zarista, pero se ocupa sobre todo de sus asuntos de mujeres y de las discusiones en el interior de la célula, en la que hay un religioso que mata por amor a Cristo. Entre referencias bíblicas, Savinkov discute con Dostoievski y trata de convencerse de que Smérdiakov, el bastardo de Los hermanos Karamazov, está en lo correcto. Su prosa resulta mucho más ligera que la de Dostoievski, aunque el lector sabe que está ante un nihilista verdadero.
Luego de ser arrestado y escapar de la cárcel, Boris Savinkov se exilia en París, donde se hace muy popular en los círculos intelectuales, que lo llaman “mi amigo el asesino”. Más tarde vuelve a Rusia y llega a ser ministro de Kerenski para después convertirse en enemigo acérrimo de los bolcheviques, organizar el atentado en el que será herido Lenin y combatir en la guerra civil. Winston Churchill lo define como un gran estadista y un visionario. Perseguido, se exilia nuevamente y escribe El caballo negro, una especie de Caballería roja de Babel desde el otro bando. Es el libro de un derrotado al que todos los bandos le parecen infames. La KGB lo hace volver engañado a Rusia, donde lo juzgan y le dan una sentencia leve a cambio de su arrepentimiento. En 1925 cae desde la ventana de la prisión. Para retomar una costumbre familiar, voy a colgar el retrato de Savinkov en el escritorio, aunque no tengo nietos a quienes espantar.