“Una razón para justificar mi confianza fue que en 1972 Egipto abrió un canal secreto hacia la Casa Blanca.”
Mis Memorias, de Henry Kissinger.
Henry Kissinger, cuando no, fue el ideólogo del acercamiento entre Washington y El Cairo. El halcón de la realpolitik conservadora, que ganó un Nobel de la Paz a pesar de haber propiciado las sangrientas dictaduras latinoamericanas, fue el responsable de reconvertir al Egipto socialista y antiimperialista de Nasser en un buen amigo de los Estados Unidos.
No fue una tarea sencilla, por cierto, pero el secretario de Estado de Richard Nixon había advertido un cambio en El Cairo tras la muerte de Gamal Nasser en 1970. El general que controló el país de las pirámides desde 1952 había sido el impulsor de la primera guerra del mundo árabe contra el recientemente creado Estado de Israel en 1948. Y, ocho años después, llevaría la tensión con Occidente a su punto máximo cuando nacionalizó el Canal de Suez y se convertía en el padre del panarabismo.
Su declarada aversión contra Washington fue recibida con entusiasmo por Nikita Kruschev, que viajó a Egipto en 1956 para construir una represa sobre el Nilo y dar comienzo al estrecho vínculo del Kremlin con su nuevo satélite árabe. Unos años antes de morir, Nasser fue condecorado como un Héroe de la Unión Soviética.
Pero con la llegada de Anwar el-Sadat al poder de El Cairo, Kissinger supo que Medio Oriente sería otro.
En 1971, India y Pakistán encendían las alarmas de un enfrentamiento nuclear y la URSS empezaba a enfriar su apoyo militar con Egipto porque estimaba que Estados Unidos no aceptaría otro conflicto militar en las puertas de Israel. Pero El Sadat estaba ansioso y presionaba a los soviéticos buscando armas que nunca llegaban. En ese contexto, el giro se produjo tras la guerra de Yom Kipur de 1973, cuando el nuevo Egipto empezaba a desdibujar la línea trazada por Nasser hasta firmar un acuerdo de paz con Israel y recibir el mote de “traidor” en el mundo árabe.
Kissinger revela en su autobiografía que fue en la primera semana de abril de 1972 cuando un diplomático egipcio de alto rango propuso a un colega estadounidense abrir un nuevo canal de diálogo secreto con la Casa Blanca. Un mes tarde, Sadat anunciaba el fin de las misión militar soviética que estaban en Egipto desde 1967.
Desde 1979, Egipto empezó a recibir más de dos mil millones de dólares anuales en ayuda económica estadounidense. De ese total, el 65% es destinado a equipamiento militar. Es el segundo país del mundo en tener ese curioso privilegio, y sólo está superado por Israel
Hosni Mubarak fue uno de los más beneficiados con ese trato especial. Y retribuyó a Washington con buenos modales: fue su aliado en la primera Guerra del Golfo contra Saddam Hussein y nunca criticó las decisiones norteamericanas en Medio Oriente. Hace dos semanas, la revista Foreign Affairs retrató ese romance titulando un ensayo “Todos amaron a Hosni”, en el que señalaba los gestos de entendimiento que tuvieron con Mubarak todos los presidentes norteamericanos de las últimas tres décadas.
Barak Obama conoció a Mubarak en abril de 2009. Había elegido Egipto para hablarle al mundo islámico y en su mentado Discurso de El Cairo anunció que Estados Unidos no estaba en guerra con el islam. También dijo otras cosas. “Algunos defienden la democracia pero son despiadados en la represión de los derechos de otros”, anunciaba Obama y escuchaba, preocupado, Mubarak.
Lo que no dijo Obama esa calurosa noche egipcia es qué hará la Casa Blanca con su dictador favorito cuando las denuncias por violaciones a los derechos humanos empiecen a perseguir a Mubarak, y el amigo de Estados Unidos reclame alguna retribución por tantos años de buena conducta.
(*) Editor Internacionales del diario PERFIL.
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