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Mis abuelos, dos desaparecidos del franquismo

Fue en boca de mis padres que escuché por primera vez el término “desaparecidos”, mucho antes de que esa palabra marcara cruelmente la Argentina de mediados de los 70. Pero no entendí bien qué significaba ese concepto hasta que un drama semejante se instaló por estas tierras.

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| CEDOC

Fue en boca de mis padres que escuché por primera vez el término “desaparecidos”, mucho antes de que esa palabra marcara cruelmente la Argentina de mediados de los 70. Pero no entendí bien qué significaba ese concepto hasta que un drama semejante se instaló por estas tierras. Hasta ese momento, mi traducción infantil era que mis abuelos estaban muertos, dos víctimas más de las decenas de miles que provocaron la guerra civil española y el franquismo.

Benito Calvo era un leonés de ley, que había aprendido los oficios de la relojería y la mecánica de autos en la España de principios del siglo pasado. Eso le alcanzaba con lo justo para sostener a su esposa Herminia y a sus dos hijos. El menor de ellos (mi padre) nació el 1 de agosto de 1936, dos semanas después del alzamiento militar contra la República que hacía estallar la guerra. Mi abuelo Benito no tenía militancia política, iba de casa al trabajo y del trabajo a casa, con alguna parada en el bar del pueblo para beber algo con los amigos y jugar a las cartas. En un bar de Puente Almuhey, un pueblo perdido de León donde vivía con su familia, mi abuelo fue secuestrado junto con cinco amigos el 4 de agosto de 1936, tres días después de que naciera mi papá. Nunca más se volvió a saber nada de él ni de sus compañeros de naipes.

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Florencio Díaz era un gallego bonachón y un esforzado zapatero. Su esposa Gloria (mi abuela) lo amaba y juntos se dedicaron a procrear: tuvieron seis hijos en un lapso de diez años. Mi mamá era la menor y tenía un par de semanas cuando ocurrió todo. Simpatizante de los republicanos, Florencio y los suyos huyeron hacia San Emiliano, un pueblo leonés cercano a la frontera con Asturias, azuzados por el rumor de que estaban en la mira. Mi abuelo se escondió y venía a ver a la familia cuando podía. En una de esas visitas lo capturaron. Nunca más volvió.

Dicen que a mi abuelo Benito lo vieron cautivo por última vez en la localidad leonesa de Mansilla de las Mulas. Dicen que a mi abuelo Florencio lo fusilaron y sus restos (como el de otros) estarían enterrados en lo que eran los pantanos de los Barrios de Luna, también en León y hoy convertidos en una enorme represa.

Como la historia la suelen escribir los que ganan, nunca en España hubo algún intento serio de saber qué paso con mis abuelos y con tantos miles de desaparecidos. Hasta que llegó Baltasar Garzón y quiso hacer lo que nadie quiso, pudo o supo hacer. No lo logró, pero todavía se lo están cobrando.

Otros pagan facturas más dolorosas. Como mi abuela Gloria, que huyó a la Argentina y se murió sin volver jamás a su país. O como mis padres, a quienes el tema les sigue causando una pena infinita. Alguna vez, me pidieron que si tenía hijos eligiera para ellos cualquier nombre, menos dos: Francisco y Franco. Se llaman Ezequiel y Joaquín.

* Secretario de Redacción de Diario Perfil.