En diciembre pasado, después de 24 años de construcción, se terminó, dicen los anuncios oficiales, la autopista Rosario-Córdoba. El viernes último, después de 37 años, se inauguró, aunque faltan algunas obras complementarias, el nivel definitivo de la represa de Yacyretá.
Dos buenas noticias que nos obligan a repensar cómo se encaran las inversiones públicas en el país.
Esas buenas noticias son, a la vez, la historia de un fracaso colectivo. Un fracaso en materia de planificación, administración, eficiencia, combate a la corrupción, etc.
A estas dos obras emblemáticas, podríamos sumarle, en un marco más actual, desde gasoductos hasta escuelas. Desde ferrocarriles hasta puertos.
La Argentina de los últimos años, pese al aparente éxito que reflejan estas “inauguraciones” y otras, no ha presentado una solución eficiente a su endémica incapacidad por hacer bien la infraestructura pública.
Este es un problema muy extendido en el mundo. Por definición, la obra pública es más “lenta” que la obra privada.
Al tratarse de la administración de recursos públicos, surgen sistemas, mecanismos de licitación y control, diferentes a los que utiliza el sector privado.
Y son, paradójicamente, esos mismos mecanismos los que llevan además, a ineficiencias, sobreprecios y corrupción. Pero no es menos cierto que en nuestro país, estas cuestiones se han exacerbado.
En el resto del mundo, este problema se trató de minimizar estableciendo esquemas de “asociación público-privada”, mal llamados, malintencionadamente, “privatizaciones”, para aprovechar lo mejor del mundo privado e insertarlo en un marco público. En esos contextos, un contrato bien diseñado, transparente y vigilado por organizaciones no gubernamentales y organismos de control profesionales ha permitido al sector privado, construir, financiar, y operar a su riesgo, infraestructura pública.
Nuestro país adoptó este sistema, en parte, en la nefasta década de los 90. Gracias a ello, una porción de la infraestructura pública sigue vigente, pese a la ausencia de inversiones de magnitud en los últimos años.
Luego de la ruptura de todos los contratos y esquemas, con la implosión de la convertibilidad en 2002, el ciclo kirchnerista, en lugar de retomar el sistema, corrigiendo lo malo y readaptando los contratos a la nueva realidad local y global, abandonó este paradigma, para encarar un esquema “mixto”, en donde las decisiones de inversión, los fondos y los riesgos, son, mayoritariamente, públicos, mientras el sector privado volvió al viejo y cómodo papel de contratista, en donde las responsabilidades de cada parte se han diluido y confundido con entes reguladores destruidos –salvo excepciones– en un marco de discrecionalidad y autoritarismo.
Yacyretá ha sido el monumento a la corrupción, pero hoy en día, tenemos una extensa lista de estatuas en homenaje al mismo dios, diseminadas a lo largo y ancho del país, que, si la Justicia argentina funcionara en serio. Mucho se ha hablado y escrito en los últimos meses, en torno a los problemas de sustentabilidad macroeconómica de largo plazo del crecimiento actual.
Pero aun cuando superemos con costos, sin dudas, las inconsistencias de la actual política macro, que se manifiestan en alta inflación, pérdida de competitividad, baja creación de empleo privado, restricciones crecientes al comercio exterior, precios relativos distorsionados, acortamiento de los plazos de negociación salarial, marañas de subsidios cruzados, etc., seguirán vigentes las limitaciones de infraestructura pública, claves para poder crecer persistentemente a tasas razonables.
Para superar esas limitaciones, tendremos que diseñar nuevos instrumentos que reemplacen el esquema arriba descripto.
Todo un desafío. Teniendo en cuenta que no podemos volver al diseño “puro” de los 90, ni simplemente “emprolijar” la situación actual.
Reconstruir un ámbito adecuado para una inversión en infraestructura eficiente se sumará, entonces, a la lista de temas que heredará el próximo gobierno, sea cual fuere.
Yacyretá por fin se terminó, felicitaciones. Pero no olvidemos lo que representa. La pagamos demasiado cara para olvidar.