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Apuntes en viaje

Móviles migrantes

Cada vez que voy a la plaza con mi hijo, alguno de los padres conocidos anuncia que dejará el país, rumbo a España, Andorra, Italia, Estados Unidos, etc...

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Móviles migrantes. Cada vez que voy a la plaza con mi hijo, alguno de los padres conocidos anuncia que dejará el país. | Marta Toledo

La primera road movie que vi fue Easy Rider. Desde entonces, Dennis Hooper y Peter Fonda, encarnando a Billy y Wyatt, dos hippies a bordo de motos mitológicas que cruzan Estados Unidos, representó un modelo moderno de Odisea. Y Dennis Hooper se me figuró como el modelo de actor norteamericano contracultural. No eran migrantes, sino viajeros en la época de mis padres que chocaban con los prejuicios de una sociedad arcaica y violenta. Podríamos decir que, casi cincuenta años después, el interior profundo de los Estados Unidos, nudo conservador y cantera populista de Donald Trump, no cambió tanto. Los extraños de pelo largo siguen siendo personajes indeseados, el racismo y el machismo siguen implícitos en las relaciones laborales, tanto como en Latinoamérica.

Durante años, con el eco de ese film y las sucesivas versiones del viaje iniciático en moto –Diarios de motocicleta, con el Che Guevara y Alberto Granado de protagonistas–, troté como mochilero y recién en la India vi actualizado el paradigma de Easy Rider: existía una ruta de Norte a Sur, sobre la costa oeste, que era una prueba de fuego para viajeros y que cualquiera podía hacer sin registro, con solo conseguir por chirolas una motocicleta Royal Enfield.

La mayor parte de los motociclistas eran jóvenes israelíes que salían del ejército y buscaban aire después de años de servicio militar obligatorio. Algunos triunfaban en la ardua misión de abrirse paso en el tránsito caótico de la India. Otros abandonaban a mitad de camino y otros terminaban hospitalizados tras chocar con algún animal o rickshaw enloquecido. Había también europeos, sobre todo italianos, que desde Nueva Delhi hacían el camino hasta Goa con el objetivo de abandonarse en playas lisérgicas.

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Con mi mochila, en tren, nunca llegué a Goa, y el viaje en moto quedó sobrevolando en mi cabeza durante años y se disolvió cuando acepté mi naturaleza perezosa. Viajar en moto implicaba esfuerzo físico y atención durante horas. Viajar en tren, aun cuando estuviera hacinado en la litera de un compartimento, implicaba entregarme a la percepción inmediata y solo esperar. El acto de esperar también forma parte de la rutina de un viaje.

Ni los protagonistas de Easy Rider ni los mochileros de la India, pienso ahora, son migrantes. Pueden viajar seis meses, uno o dos años, pero después de encontrar la experiencia, vuelven al hogar o a la patria para sintetizarla, como Ulises.

Ultimamente, como en un déjà vu de 2001, me encuentro con contemporáneos que se preparan para migrar. Cada vez que voy a la plaza con mi hijo, alguno de los padres conocidos anuncia que dejará el país, rumbo a España, Andorra, Italia, Estados Unidos, etc… En cada ámbito que transito en realidad aparece la figura del migrante que deja el país, no en busca de aventura y aire, sino de suerte. La opción de hacer política y militar aparece desarticulada: de alguna manera, la industria del desánimo del PRO en algún punto caló hondo y minó voluntades.

Entre los futuros migrantes prevalece el hartazgo ante el rumbo económico, la ineptitud del Presidente, los bochornos judiciales y la sensación de derrumbe que los medios oficialistas apuntalan ágilmente, para contener la psicología del argentino promedio, no vaya a ser que el país se vaya vaciando, como Venezuela, pero bajo un gobierno conservador.