Leí hace poco que, pese a la crisis económica (sin espacio aquí para avanzar sobre el tema, solo quiero dejar constancia de la insuficiencia del término “crisis” para explicar lo que está sucediendo: no es una crisis –expresión que no recae en ningún sujeto– sino algo más cercano al avance del fascismo neoliberal, o a la “guerra civil solapada”, sobre la que escribí en otro lugar), pues, como venía diciendo, leí el otro día que, pese a todo, siguen llegando gran número de inmigrantes a vivir en Argentina. En medio del desastre, aún me gusta caminar por una ciudad en la que se escuchan muchos acentos y entonaciones.
En 1914, en Buenos Aires vivían unos 700 mil extranjeros, casi el 50% de la población. Las crónicas de la época dan cuenta de la introducción de las comidas de las diferentes colectividades, las diversas formas de amueblar las casas, de educar a los niños, los diferentes acentos, los modismos: el cocoliche, el acento judío, el castizo. También dan cuenta de la presencia de extranjeros en los sindicatos, en las huelgas anarquistas, en las luchas por mejoras sociales. De 1884 es ¿Inocentes o culpables? de Antonio Argerich, la primera novela centrada en el tema de la inmigración. Pésima desde el punto de vista literario, pero interesante desde el sociológico: una catarata de paranoia, miedo y resentimiento frente a la figura del otro, del extranjero que viene a invadirnos. Es el racismo de las clases altas argentinas que perdura hasta hoy. En el prólogo Argerich declara: “creo que la descendencia de esta inmigración inferior no es una raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el hombre que necesita el país”. De apenas tres años después es En la sangre, de Eugenio Cambaceres. Pero aquí ya estamos frente a otra situación. En la sangre no es mala, al contrario, es una gran novela, sólo que racista: la historia de un hijo de proletarios inmigrantes que logra introducirse en una familia de la burguesía local, pero que lleva siempre consigo los genes de su origen supuestamente inferior. ¿Es posible ese oxímoron? ¿Es posible ser racista y a la vez gran novelista? Recordemos que En la sangre está escrita por el mejor novelista de su generación, la del 80 (aunque lo mejores escritores de esa generación son Wilde y Mansilla, sólo que no escribieron novelas), talento que queda de manifiesto en Sin rumbo, la obra maestra de Cambaceres (la historia de un joven rico que tiene tristeza). La novela está escrita por un autor que, en su trayectoria política (primero diputado provincial, luego nacional) presentó, con gran escándalo, el proyecto de separación de la Iglesia y el Estado, entre otros planes más que interesantes. Escrita bajo la influencia del naturalismo, En la sangre marca el momento desde el cual, en Argentina, se puede ser progresista y racista a la vez.
Es curioso, pero si se recorre las librerías porteñas se verá la inmensa cantidad de libros dedicados a la cuestión del Otro, de la otredad; a la alegoría del rostro, el desierto, la errancia y la extranjería. Doblemente curioso es percibir qué poco se piensa, aquí y ahora, estas cuestiones. Sin embargo, pensar la filosofía en un país como Argentina implica ante todo pensar la cuestión de las minorías, de los raros, de los diferentes. La cuestión del extranjero: ese doble de cuerpo de la identidad nacional.