El calor en Oaxaca no afloja aunque estamos a finales de octubre, bien entrado el otoño. Los oaxaqueños se quejan y ponen toda su esperanza en los próximos días, cuando llegue el viento de muertos, un viento frío que da vuelta el clima y significa que los finados están llegando en caravana para los festejos, para la muerteada, que comienza el 31, y la fiesta que sigue hasta el 2 de noviembre. Hace tiempo que quería venir a Oaxaca y mucho más tiempo que quería estar en México para el Día de Muertos. Hace casi una semana que llegué a la Feria del Libro y creo que es la primera vez que la paso tan bien en un evento como este: hay buena onda, comida riquísima, bebida, baile y conversaciones que se prolongan hasta la madrugada. Estamos en un hotel muy bonito (muy chido, dirían los mexicanos) y curiosamente también es la primera vez que puedo trabajar estando de viaje. Escribo un texto que me cuesta mucho. Un texto sobre mi maestro, sobre Lai. Aunque en estos años escribí varias veces sobre él (en este mismo espacio, sin ir más lejos), siento que esta vez es distinto, que esta escritura también viene a cerrar el duelo, tal vez porque le da la bienvenida a otra cosa. Y me alegra estar escribiéndolo justo en estos días. Cerrarlo, exactamente, el 31 de octubre, enviarlo a la editorial el mismo día en que los muertos empiezan a llegar, aunque no se anuncien con viento como todos los años.
A la tarde nos vamos con Liz Duval, con quien nos hicimos muy compinches en estos días, a Xoxocotlán, un pueblito pegado a Oaxaca. La noche anterior, en el zócalo, mientras dábamos vueltas entre gringos con la cara pintada y música en las calles, unas chicas nos dijeron que si queríamos ver una mera muerteada fuéramos al panteón de Xoxo.
El taxi nos deja en el cementerio, en el más grande, pues luego descubriremos otro pequeñito en lo que era una capilla. Hace rato que la gente está adornando las tumbas de sus seres queridos. Por donde se mire hay flores de muerto, unas naranjas muy vistosas, parecidas a los copetes pero más grandes, mezcladas con crestas de gallo y azucenas. Por la entrada del cementerio llegan mujeres empujando carretillas llenas de flores o chicos llevando atados enormes sobre los hombros. No son vendedores, la carga es para adornar a sus familiares.
Damos una vuelta por el pueblo, en las calles hay catrinas, banderines, luces, puestos de comida. Cuando llegamos a la plaza principal hay un grupo de gente rodeando una pila de matafuegos, están todos en silencio y con Liz pensamos que es algún culto extraño, una secta adoradora de matafuegos, pero al final es un grupo de voluntarios que va a cuidar la seguridad de la muerteada.
Volvemos al panteón cuando ya es de noche y la fiesta empieza. Casi no se puede caminar entre la gente sentada en banquitos alrededor de las tumbas, los que caminan como nosotras, los músicos contratados por los deudos que dan las serenatas. Otros llevaron sus propios parlantes y los colocan encima de la tumba junto a las botellas de bebida y platos con comida, pasan la música favorita del difunto. Cientos de velas se encienden entre las flores.
Nosotras buscamos una tumba solitaria, sin adorno. Es de una mujer llamada Ramona, le pedimos que nos deje acompañarla un rato y le damos de beber a la tierra que la cubre un poco de mezcal. Nos sentamos en el borde y nos ponemos a tomar de la botella con traguitos cortos; de a ratos hablamos y de a ratos callamos, cada una con sus propios muertos.