La editorial rosarina Ivan Rosado publica libros curiosos. Por ejemplo, una colección que se llama Maravillosa Energía Universal. En la Feria del Libro me obsequiaron el volumen dedicado a Mariette Lydis, compuesto por una pequeña autobiografía de la pintora, cuarenta páginas de reproducciones de sus óleos y dibujos, más un epílogo a cargo de Claudio Iglesias y Santiago Villanueva. Lydis (1887-1970) nació en Viena y murió en Buenos Aires, tras vivir en otros seis países. Autodidacta absoluta, con un estilo que evoca el surrealismo, pintó sobre todo mujeres, vegetales y locos. Trabajó durante años con pacientes de los manicomios y en París inauguró una serie llamada Les Lesbiennes. Las caras de mujer que aparecen en el libro se parecen a la suya (las fotografías la muestran como una mujer hermosa). El texto es despojado, ingenuo y emotivo. “¿Cómo explicar el golpe de alegría frente a una pieza lograda? (...) Me hace sentir campanadas en el corazón cuyos ecos me llenan de alegría. Por eso siempre me digo, al pensar en la inminencia de la muerte: ‘Mejor hoy no, que estoy trabajando tan bien; por favor, me gustaría poder pintar un rato más. Otro día sería mejor’”.
En el epílogo, Iglesias y Villanueva anotan, en una sección llamada “Romero Brest no es consuelo para exiliados”, que Lydis fue ignorada, casi proscripta, por las vanguardias de los 60 con centro en el Instituto Di Tella. Lydis vendía bien su obra y cada año exponía en el Museo Sívori con gran concurrencia. Hay setenta obras suyas en el patrimonio del museo, pero ninguna está exhibida actualmente. En cambio, hay dos muestras dedicadas al arte y la naturaleza que la excluyen en favor de artistas más representativos de la curaduría oficial de hoy. La maldición de Romero Brest continúa.
El tema de la represión ejercida por las vanguardias aparece en otro libro que me regalaron en la Feria: Glosa continua, de Mercedes Roffé (editorial Excursiones), poeta y editora residente en Nueva York. Esta amena recorrida por sus pensamientos y sus lecturas en torno a la poesía incluye un (no tan) solapado ajuste de cuentas desde su segura posición actual contra lo que la amedrentaba en los 70, años de militares pero también de estructuralistas y lacanianos que monopolizaban el saber a la moda. Roffé recuerda al crítico que le prohibió un poema porque incluía “cosas que no se podían decir” y habla de Alejandra Pizarnik como la única que le mostró que había un camino para su vocación literaria (“escribir era posible, ser era posible”). También reivindica a los simbolistas de hace más de un siglo, rechaza la obligación nacional de venerar al Martín Fierro y no demuestra demasiada simpatía por neorrománticos, neobarrocos y “supuestamente objetivistas” (ni, creí entender, por Borges). Estas opiniones desembocan en una frase que bien podría sintetizar un manifiesto feminista: “No hubo circunstancia lo bastante enorme que el talento del hombre no haya sido capaz de superar. No hubo talento lo bastante capaz de superar la circunstancia de haber nacido mujer”. El feminismo es la ola incontenible de la opinión actual, pero pensando en Lydis y Roffé, se me ocurre que hay una manera de leerlo, al menos en el arte, como una ventana para desafiar las reglas de los supuestos sabios.