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Mundial, mi pozo oscuro

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Festejo. Los comandantes y su euforia al entregar la Copa tras la final del Mundial de 1978. | cedoc

Fue una pesadilla aquel Mundial de 1978 que ganó la Argentina. El dictador Videla festejó el triunfo y lo escucharon miles de hombres y mujeres a quienes el campeonato les había expropiado los principios y seguían celebrando mientras Videla decía que ‟la realidad de nuestra patria fue deformada por una aviesa campaña internacional”. En ese momento, las oscuras realidades de nuestra patria se desvanecieron en la fiesta. Miles y miles participaban del jolgorio y les importaban poco los desaparecidos y muertos, porque la borrachera del triunfo los encegueció, borrando las condiciones que pesaban sobre la patria a la que creían representar con camisetas y banderitas celestes y blancas. Los alaridos de alegría en la cancha de River llegaban al predio de la ESMA, donde la dictadura torturaba a sus presos. No voy a olvidarlo.

Desde aquel Mundial de 1978, nunca más pude mirar un partido sin que, de pronto, me asaltara ese recuerdo, ni siquiera en la cancha de Ferrocarril Oeste, que está a la vuelta de mi casa. Esto no me da el derecho de establecer una norma moral ni política para todo el mundo. Cada uno de nosotros tiene sus pozos oscuros a los que nunca más quiere asomarse. Mi pozo oscuro fue el Mundial del 78 donde los dictadores celebraron con una multitud obnubilada. Videla rodeado de pueblo, el mismo pueblo que apoyó a la dictadura cuando Galtieri intentó la desatinada aventura en las islas Malvinas. 

El nacionalismo deportivo o territorial puede producir efectos tan peligrosos como la droga

El nacionalismo deportivo o territorial puede producir efectos tan peligrosos como la droga, porque toca zonas de lo subjetivo que las normas no alcanzan a controlar. El nacionalismo se convierte muy temprano, durante la infancia, en un sentimiento ubicado por encima de los juicios morales. Baste recordar que, en algunos países, fue el sostén de los racistas y los autoritarios. 

¿Patriotismo?  En aquel 1978, pocos compartieron mi humillación y repugnancia. Recuerdo la pelea con un dirigente de izquierda cuando, mientras discutíamos de política en mi casa, me pidió que encendiera la televisión para ver el Mundial. Me negué y él optó por irse con su sensibilidad deportiva a otra parte. 

Me negué porque no podía soportar ningún plano televisivo de los dictadores con un fondo de pueblo transformado por el nacionalismo futbolero. Preferí ser acusada de elitista, como suelen acusarme cuando adopto estas posiciones de principio. No iba a mirar la transmisión del Mundial del 78. No iba a mirar un partido que se jugaba a diez cuadras de las salas de tortura de la Escuela de Mecánica de la Armada, cuyo jefe máximo estaba en la cancha. Y ruego que no se me acuse de elitista, porque tampoco habría ido al Teatro Colón, aunque un milagro hubiera resucitado a Furtwängler y nos lo hubiera traído a Buenos Aires, acompañado por la Filarmónica de Berlín. 

El nacionalismo puede ser la mejor y la peor de todas las pasiones. Y los lugares comunes de los comentaristas en los medios se caracterizan por un entusiasmo que no logra evitarlas. Tampoco lo evitaron los estudiantes secundarios cuando, en 1979, llegó una misión de la OEA para investigar la desaparición de personas. La hostilizaron como si representara el imperialismo. 

Son páginas negras del patriotismo mal aprendido y peor razonado. Se sabe que es difícil razonar bien las pasiones extremas. Durante el Mundial del 78, muchos se justificaban diciendo que la gente tenía derecho a estar contenta un rato. La gente, sin duda, tenía ese derecho, pero no lo tenían los dictadores. Tampoco lo tenían los intelectuales cuando así justificaban el ataque de populismo deportivo que le daba aire a la dictadura.

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Brazalete negro. La muerte de Hebe de Bonafini nos devuelve también a ese pasado no tan lejano. A Hebe ya no puede juzgársela por lo que diga, sino por lo que organizó y logró que persistiera en la Plaza de Mayo durante la dictadura. La ronda de las Madres la ubica definitivamente en la historia argentina de la segunda mitad del siglo veinte. Lo que hizo Bonafini tiene que ver con su valor, pero también con su dureza, su intransigencia, su incapacidad para negociar posiciones que, en los años siguientes, no siempre pudieron ser calificadas como cualidades.

El sectarismo ensombreció su fuerza y su coraje. Pero en el peor momento, en el más arriesgado, marchó con el pañuelo blanco por la plaza y organizó a quienes marchaban. Fue jefa inflexible en un lugar peligrosísimo. Transformó el sentimiento privado sobre sus hijos en una pasión pública. Y eso es lo que vale, porque muchas veces asistimos a la privatización barata de lo público en función de los afectos y los sentimientos privados.

La historia de las resistencias contra la dictadura está llena de contradicciones. Pero era una dictadura y, en consecuencia, para decirlo con una frase clásica, se trataba del enemigo principal. Aunque muchos discutiéramos largamente sobre las responsabilidades políticas del justicialismo, aunque muchos habríamos preferido que los dirigentes sindicales hubieran organizado marchas contra la dictadura desde antes de 1981, y que hubieran entendido mejor cómo podían ayudar al resurgimiento democrático durante el gobierno de Raúl Alfonsín, esos errores no borran los paros organizados y las marchas por paz, pan y trabajo además de apoyar a quienes pedían juicio y castigo, un programa indispensable para fortalecer la democracia. 

De esas vacilaciones y tardanzas está hecha la política y, sobre todo, el final de una dictadura, que no es un camino asfaltado por donde se transita fácilmente. Hubo que juntar a quienes no querían juntarse o a quienes se separarían en bandos opuestos muy poco después.

Este es nuestro pasado. Fue una época llena de acechanzas, donde a cada paso la derrota parecía posible. Hubo quien pensó que el juicio a las juntas prometido y cumplido por Alfonsín era demasiado arriesgado y acercaba la posibilidad de un nuevo golpe, porque los mandos militares del régimen que acababa de terminar todavía poseían poder de fuego.

Bonafini transformó el sentimiento privado sobre sus hijos en una pasión política

Alfonsín tomó ese riesgo, opuesto a la posición del candidato justicialista Ítalo Luder, que antes de las elecciones presidenciales, que afortunadamente perdió, había validado las maniobras de autoindulto de los militares que Alfonsín prometió juzgar y juzgó. 

Cuando hoy se discurre usando la imagen de la grieta, vuelven esos años donde las diferencias políticas no podían resumirse en una metáfora icónica, ni emblemática, palabras que están de moda. A la repetición vacía de esos adjetivos conviene oponerle la acción sustantiva de algunos actos de gobierno que, en su momento, nadie llamó icónicos porque se los juzgaba demasiado peligrosos. Alfonsín creyó que eran indispensables para abrir la puerta de un nuevo comienzo.

Así como Bonafini será recordaba por haber sido inflexible defensora de los derechos de desaparecidos, torturados y muertos, con tanta energía como fue defensora del kirchnerismo, hubo otros protagonistas inflexibles en sus principios y políticamente más inteligentes.

Lo emblemático o icónico de una buena discusión que se transforme en hito, para frasearlo repitiendo de nuevo esas palabras a la moda, es que no se negocien los principios y que tampoco se confundan principios con detalles que puedan cambiarse para arribar al gran objetivo deseado. El juicio a las juntas fue valiente, peligroso y racional al mismo tiempo. 

Sin fin. Nada parece llegar a un fin en el presente. Las vueltas de un juicio a Cristina Kirchner son un laberinto de recursos judiciales. Ahora se prepara una movilización contra el pedido del fiscal Luciani, que ha solicitado 12 años de prisión para Cristina en la causa Hotesur. No es descabellado suponer que, ya viejos, muchos de los que marcharon apoyando los juicios a los dictadores del 78 participen de las marchas con la consigna de que se va a armar quilombo si la tocan a Cristina. 

Así es la historia política y hoy podemos vivirla en este condensado de aniversarios y contradicciones. Algunos juicios ya han sido cerrados por la Justicia. La Cámara de Casación, por ejemplo, le puso fin al caso del pacto con Irán, en cuyo marco Nisman apareció muerto. Pero Cristina no triunfó en todos los frentes, porque la Corte Suprema desautorizó su tosca maniobra de dividir el bloque del Frente de Todos en el Senado para aumentar su representación en el Consejo de la Magistratura.

A la vicepresidenta la obsesiona un juicio, porque revelaría la magnitud y los orígenes de su fortuna. Sin embargo, nada de lo que haga le garantiza una limpieza eterna, porque las cosas se saben, aunque se inventen todas las maniobras para que no lleguen a los estrados judiciales.