En una cena celebrada hace ya muchos años en Brasil, un alto jefe militar paulista compartió con sus compañeros de velada una preocupación: algunas de las estructuras delictivas simultáneas al carnaval de Río comenzaban a radicarse también en San Pablo. A su juicio, eso era un claro indicio de que el narcotráfico viajaba al corazón industrial de su país. La alarma tuvo su misa iracunda en octubre de 2002, cuando un contingente de camionetas cargadas con sicarios armados, ametrallaron el Palacio de Gobo para intimidar al gobierno ante la prisión del cabecilla narco Fernando da Costa, por entonces considerado el mayor traficante de América del Sur.
A principios de este año la televisión mexicana mostró los despliegues militares ordenados por el presidente Felipe Calderón en Ciudad Juárez, quizá el lugar más violento del país azteca. Sobrecogía ver las imágenes de camiones militares descargando su carga humana de soldados, no en guaridas clandestinas o en lujosas mansiones de notorios criminales, sino en juzgados y comisarías.
A veces, alienados por las crisis cotidianas, los individuos no perciben los grandes cambios que transforman la vida. A las sociedades les pasa lo mismo. Muchos comprenden que la droga es una desgracia humana, que es un multiplicador del delito y que no es combatida con eficacia. Pero muy pocos alcanzan a percibir que dentro del problema de la droga se está gestando la mayor amenaza del siglo XXI para las instituciones democráticas y los derechos humanos en la América Latina.
Según ha informado la ONU este año, hay al menos 200 millones de usuarios de sustancias ilegales en el mundo censado. Y de ellos, más de 40 millones son adictos. Este enorme problema humano es a la vez un inmenso mercado. Jean de Maillard, juez francés autor de un exhaustivo estudio global sobre la criminalidad financiera, estima en 400 mil millones de dólares anuales las ganancias del narcotráfico global, algo así como un 8% del comercio internacional.
El poder de corrupción y de contaminación social e institucional que ese enorme dinero genera va rodeando cada vez más a los hombres en todo el mundo. Y muy particularmente, rodea y ahoga a los latinoamericanos.
Recientemente, el Brooking Institute de los Estados Unidos –un conocido think tank demócrata– sentenció en un informe que las guerras localizadas sólo producen mudanzas de los centros de narcotráfico. América Latina es el mayor productor mundial de cocaína y marihuana. Dentro de unos niveles de producción global estabilizados en los últimos cinco años según las Naciones Unidas (Unodc), la región ha crecido en producción, en consumo y hasta en el rubro relativamente nuevo de las drogas sintéticas. A pesar del Plan Colombia y de los ingentes esfuerzos del México de Calderón en la materia. Las segundas y terceras líneas de los carteles colombianos de la coca y de los mexicanos de la efedrina han resuelto sus dilemas migrando a nuevos países, como la Argentina.
Nuestros países contienden con el gran dilema del narcotráfico convirtiéndose en un factor de poder, en el dominador de territorios y poblaciones, en la principal amenaza a la política como herramienta para transformar la realidad y en un abierto desafío a los derechos humanos. En el Informe de marzo de este año publicado por la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, se advierte del peligro de criminalizar los conflictos políticos a causa de la droga en Latinoamérica. Los fundadores de la Comisión saben sobre lo que están alertando: son Fernando Henrique Cardoso –quien fuera dos veces presidente de Brasil–, César Gaviria, ex presidente de Colombia, y Ernesto Zedillo, ex presidente de México. Para comprender apenas un poco la iniciativa de estos hombres, es pertinente recordar que los dos últimos accedieron a la presidencia de sus países tras el magnicidio de quienes deberían haber sido los respectivos candidatos: el colombiano Luis Galán Sarmiento, asesinado en 1989, y Luis Donaldo Colosio, muerto en 1994.
En Argentina y en toda la región se está comenzando a escuchar el llamado de estos líderes. Todo el que pretenda un lugar en el plano de los dirigentes debería intentar dejar a un lado las disputas políticas y ensayar unos acuerdos mínimos sobre estos graves asuntos. Cualquier acción política en este tema lo será ante todo en defensa de la democracia y los derechos elementales del hombre. Se debe dar prioridad a políticas de prevención y de contención de daños que lleven a desagregar el universo de drogas consideradas ilegales e impulsar regímenes especiales que consideren al adicto cada vez más como a un paciente del sistema de salud. Deben profundizarse y asegurarse las medidas de control y represión del lavado de activos, como propone la Agenda Nacional Argentina dictada en 2007 y de acuerdo con las 40 recomendaciones emanadas del Grupo de Acción Financiera Internacional (al que pertenece Argentina). Debe acelerarse la radarización del territorio, acentuando la intensidad que ha impreso el Ministerio de Defensa, para erradicar cuando antes agujeros de control y “vuelos no colaborativos”.
Pero todos los esfuerzos no alcanzarán si no se acepta que la tarea es conjunta, regional y global, y que debe ser colocada por encima de las diferencias políticas. Los centros más grandes de consumo, de lavado de activos y de producción de armas están fuera de la región latinoamericana. Estados Unidos y Europa, aún con matices que los diferencian, no tienen en el problema de las drogas una amenaza a sus instituciones. América Latina sí. Está atravesada por el drama humano individual, los efectos sociales de violencia y marginación y la criminalidad compleja. Pero es en América Latina donde este flagelo debe trascender con urgencia la crónica de noticias policíacas porque es el territorio, la libertad y las propias instituciones las que están en grave compromiso.
Si hay un proyecto de dominación por parte de algún hegemón global que transita, su nombre es narcopolítica. Las visiones conspirativas, una golosina local, deberían enfocarlo. Así, el debate sobre los márgenes de la prohibición o la licitud del consumo trae con ingredientes de coyuntura a la polémica estratégica. Mientras las discusiones de margen encienden los espíritus, la narcopolítica avanza y engangrena a las democracias en las que vivirán las próximas generaciones.