Si no ocurre un milagro, el próximo presidente de Brasil será Jair Bolsonaro, un político cuyas declaraciones lo ubican a la derecha de todo lo que ha conocido la democracia en América Latina durante este siglo. Muchos califican a Bolsonaro de nazi y, aunque no sea exacto, alguien que afirma que la dictadura hizo mal en torturar, pero no matar deja en claro que su pensamiento no descarta la soluciones finales.
El problema con Bolsonaro (el problema para nosotros, los que muy difícilmente lo votaríamos) es que nuestra vida transcurre muy lejos de quienes piensan como él. Aun a los desengañados del progresismo nos resulta más afín la foto de Lula con Chico Buarque que la de Bolsonaro con los militares y los evangelistas. No es así para millones de brasileños a quienes los intelectuales demostraron no tener acceso. Hemos quedado del otro lado del muro que nos separa de los Trump, los Le Pen, los Orban y los Bolsonaro y de su creciente masa de votantes. Y la alternativa frente a los populistas-fascistas parecen ser los populistas-leninistas. Así como los defensores de Bolsonaro no aceptan que se lo llame nazi, los defensores de Lula no aceptan que se lo llame comunista. Pero eso es lo que hay, más allá del nombre que se le dé.
Quienes comprendimos finalmente que es imposible hablar con los comunistas (es decir, con aquellos que defienden o justifican a Castro o a Maduro), ahora nos damos cuenta de que tampoco podemos hablar con los nazis. No es que antes pudiéramos sino que el problema no nos preocupaba, simplemente porque durante mucho tiempo estuvieron tan lejos nuestro como del poder. Por eso me pareció una agradable sorpresa encontrar una novela donde el autor habla con un nazi. Serrano, de Gonzalo León, se ocupa de Miguel Serrano, escritor y diplomático chileno (1917-2009) que se jactaba de ser un fervoroso admirador de Adolfo Hitler. Nadie lee hoy a Serrano en Chile, aunque sus novelas tempranas fueron una influencia importante, que alcanzó incluso a escritores como Bolaño. León argumenta que si leemos a Pound o a Céline, por qué habríamos de rechazar a este nazi del sur. Hay, además, algo muy interesante en el libro. Me he peleado acaloradamente con León (una persona de izquierda) en algún artículo, en Twitter y hasta en un programa de radio, pero siempre me sorprendió su amabilidad. Esa amabilidad se transforma en cariño en el tratamiento literario que le da a Serrano y hasta alcanza, por momentos, una alta cuota de lirismo. Claro que Serrano, un personaje caballeresco, que fue amigo de Herman Hesse y de Jung, que practicó un nazismo esotérico y mitológico, es apenas un caso extremo en un país como Chile, en el que la derecha no está excluida del mundo cultural (más bien lo contrario: durante generaciones, los escritores fueron casi invariablemente de la aristocracia y aun sigue ocurriendo). Creo que León es consciente de su curiosa perspectiva sobre el personaje. “Más allá de la construcción de una obra, Serrano había sabido despertar el afecto de quienes lo habían conocido” dice y menciona haber estado en su funeral. Claro que Serrano no deja de ser, por así decirlo, uno de nosotros. El verdadero abismo está fuera de esa burbuja que nos protege. O, al menos, eso es lo que nos gusta creer hasta que aparece un Bolsonaro.