COLUMNISTAS

Necesitamos leche para el zocalo

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Esa especie de licuadora gigante que es la evolución tecnológica hace que los periodistas debamos mantenernos en un estado de alerta y aprendizaje permanente.

Hubo quienes asomamos la nariz al oficio en tiempos de la impresión en caliente: había que escribir párrafos cortos. De tal modo, eliminar tres chapitas de plomo en el taller permitía que entrase el comentario de un partido de la B, víctima de un aviso mal calculado. Aunque no se entendiese un pito.

Soy de los que recuerdan el peso de la Olivetti de escritorio cuando la condición de colaborador te obligaba a escribir la crónica sobre algún pupitre de la sección Cultura, que los sábados por la noche tenía la densidad poblacional de la biblioteca de Roberto Giordano.

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Sin embargo, no es esa evolución a la que apuntan estas líneas. Es cierto que pasar de la máquina de escribir a la computadora fue, para muchos, un galimatías insalvable. Ni que hablar de mandar textos desde el exterior usando el temible módem externo: dos grandes orejas de goma que se conectaban a un procesador de texto, dentro de las cuales se metía el auricular de un teléfono de los que ya no existen, que había que apretar hasta dejar rojas las palmas de las manos con la ilusión de que lo que llegaba a la redacción fuera algo más nítido que un “n]=raSFgnm!°))”.

Que hoy se pueda cubrir un Mundial con un celular –radio, tele o diario, da igual– ha dejado algunos cadáveres en el camino, pero la mayoría supimos rebuscárnosla para comprender las bondades de la modernidad. Por lo pronto, ya no hace falta hacerse amigo del operador de teletipo de la sala de prensa del Foro Itálico para mandar temprano una apostilla con lo que Pinky me contó sobre el suceso monegasco de la recién comenzada carrera deportiva de Daniel Scioli y que jamás pude comprobar en los diarios italianos de esos días (mayo de 1987, puerta del vestuario de jugadores; allí estábamos Guillermo Salatino y yo).

Para mi gusto, el principal conflicto tecnológico pasa por la omnipresencia de las redes sociales. No sé qué pasara con otros colegas que aprecio y admiro, pero admito que tuve que dejar de leer comentarios en Twitter para intentar volver a expresarme en estado natural. Llegó un punto en el que, antes que destacar que a las semifinales de la última Libertadores habían llegado cuatro equipos que jamás la habían ganado, pensaba si los hinchas del Ciclón no lo tomarían como un desprecio al nivel del torneo que finalmente ganarían. Lejos de ser paranoia extrema, hoy, cuestionar desde Buenos Aires la precariedad de algunos equipos sudamericanos o hablar de la innecesaria presencia de los mexicanos en nuestro máximo torneo regional es causal de despido en cadenas que piden relato en argentino pero cobran y pagan con dólares de español neutro. Es una de las partes de la globalización que no nos quisieron contar.

Me imagino a Shakespeare reformulando Las alegres comadres de Windsor mientras piensa cómo evitar que lo agredan blogueros indignados por sus insinuaciones de infidelidad y termino de entender por qué, 400 años después, Truman Capote, Paul Sachs y Paris Hilton egresaron del mismo colegio neoyorquino.

Ya no se trata de la autocensura por temor a caer en la difamación. Se trata de tener la menor cantidad de pulgares para abajo al pie de la columna. Una imbecilidad de la que los lectores no merecen ser víctimas. Sobre todo teniendo en cuenta que si el universo de consumidores de medios se redujera a los que postean mensajes, nuestra profesión sería ad honorem.

Las presuntas urgencias de un mercado infectado por la necesidad de sentencias inmediatas nos llevan a bajar el martillo del éxito o del fracaso deportivo todos los días. Hoy les toca a River, a su técnico, a sus jugadores, a su dirigencia y a la memoria de Bernabé Ferreyra poner los dedos debajo de ese martillo. Así lo exige el manual de la audiencia pretendida. Es lo que quiere ese hincha indignado porque las que ayer iban adentro hoy pegan en los postes. El periodista no tiene que decir lo que piensa sino hablar en función de lo que, presume, aspira escuchar la mayor parte de su electorado.

Si la gente de River se enojó con Teo, matemos a Teo. Si un par de hinchas de Boca aseguran que no la pasaron peor en Barinas porque los “cuidaron” los barrabravas, entonces dejemos de preguntarnos cómo llegan tan lejos monotributistas sin trabajo manifiesto.

Todo es al modo de este 2015 tan electoral: antes de decir nada en público, miremos las encuestas y actuemos en línea con lo que presume expresar el porcentaje mayoritario.

En tren de castigar al que es el mejor equipo argentino en el balance de los últimos 15 meses, llegamos a darles aire a ex futbolistas que hablan de la displicencia del nueve colombiano o de su falta de presencia en tramos decisivos. No revisamos el prontuario del opinador –en algunos casos, la única copa que jugaron fue la de Oro, en Mar del Plata–; lo que necesitamos es que nos dé leche para el zócalo. Llámese por tal cosa ese destacado al pie de la pantalla que permite tener la tele en silencio –ejercicio saludable si los hay– y aun así enterarse de lo más sustancioso del momento.

Este mismo River, que atravesó de la mano de Gallardo una notable transición del éxito menesteroso del último equipo de Ramón a la apuesta por recuperar su identidad de paladar negro, ahora merece que se lo lapide. Lógica del relato partidario: Marcelo Gallardo empieza a dejar de ser el entrenador joven que intenta que su equipo sea ambicioso y coherente con su estirpe para pasar a ser sólo ese señor que se enojó dentro de una cancha y arañó a un rival.

A veces tengo la sensación de que los periodistas olvidamos hace rato qué era lo que nos seducía de esta profesión.

Un equipo que genera entre ocho y 15 situaciones de gol claras por partido ganará más de lo que perderá. Obviamente que quedar pronto fuera de la Libertadores sería un golpazo para el ánimo de cualquiera. El hincha debe entender que eso incluye a los protagonistas: sepan disculpar la franqueza de sugerirles la posibilidad de que Gallardo desde su lugar o Germán Pezzella desde el suyo amen a River tanto o más que cualquiera de los hinchas.

Pero este tiempo riverplatense no debería estar condicionado por este tipo de circunstancias. La intención de juego del equipo y hasta la construcción de un plantel sin gastos desproporcionados merecen una visión un poco más amplia. Claro que asusta la amenaza del fracaso del momento. Y lastima. Y llena el aire de dudas. También hay idas al pasto, como la de Rodolfo D’Onofrio y la referencia a la sanción al técnico “como si tuviese sida”. Se equivocó feo el presidente millonario. Miremos la foto entera y seamos francos. ¿Cuántos de los que tuitean horrorizados al respecto le dedican siquiera un reclamo al vínculo que casi todas las dirigencias de casi todos los clubes y casi todos los partidos políticos sostienen con casi todos los barrabravas? Como si el universo de internet no fuese infinito, ocupar espacios a veces pasa más por la moralina berreta que no sabríamos sostener con nuestra conducta y nuestros decires cotidianos que por la indignación genuina.

Si un grande de la dimensión de River, que viene de ganar dos copas internacionales en cuatro meses y de disfrutar locamente de eliminar en una semifinal a Boca, no está en condiciones de soportar una mala –o varias– a cuenta de un proyecto, entonces bajemos la persiana. O busquemos alquimistas de ocasión y no señores que aspiran a construir una idea que trascienda. En todo caso, no entiendo la lógica de que la urgencia del hincha deba ser la urgencia del periodista…

Antes y después, siempre fieles al factor condicionante de las redes sociales –y de la audiencia–, nunca perdamos de vista que si Teo Gutiérrez viene de una mala noche, será oportuno recordar sus prolongadas vacaciones colombianas o su incalificable desborde de vestuario en la Academia. Y si tres días después vuelve a ser el “ganapartidos”, estaremos a tiempo de destacarlo como un transgresor simpático. Y juraremos haber visto que, la que sacó, fue una inocente pistolita de plástico.