Nefernefernefer no es el caprichoso alias de una presidenta que sueña con haber sido arquitecta egipcia en otra reencarnación sino una hechicera meretriz que inventó el finlandés Mika Waltari para contar a sus lectores el modo en que, en los tiempos del dios Atón, una mujer puede hacer uso de sus sortilegios para seducir y encantar a un hombre escéptico y, prometiéndole las mil y una formas del goce de la carne, llevarlo a su destrucción y su ruina.
El arte de Nefernefernefer consiste en atrapar a un hombre con las palabras del amor al tiempo que permite que un vislumbre de su seno pálido aparezca entre los pliegues de sus vestidos de lino real. Las promesas de ese goce no son un inventario ni forman parte de un catálogo: Waltari omite las mecánicas maquinales del inventario del marqués de Sade, y tampoco traspola el tedio de la progresión en las módicas aventuras de la perversión lujosa, al modo en que las cien o cincuenta sombras de la desgraciada de Grey estremecieron los sueños vespertinos de las cuarentonas de buena posición que disipan su aburrimiento en las barras y las ataduras de los gimnasios. Pero son esas palabras, la promesa de un goce y la ilusión de un amor imposible que chispea en los ojos verdes de una prostituta lo que lleva a Sinuhé a darlo todo y quedarse sin nada para disfrutar a cambio del cuerpo de una mujer que, además, lo asoma a la evidencia de que el placer rehúye al que lo busca y una vez consumido sabe a cenizas. El arte sublime de Nefernefernefer combina el encanto de la revelación de su cuerpo con la advertencia de que probarlo equivale a ingresar con ojos abiertos en zona de catástrofe. La noche en que el solitario Sinuhé se enamora de ella y le dice que está dispuesto a todo por ella y que daría todo por yacer a su lado, Nefernefernefer le cuenta el cuento de Tabubué, sacerdotisa de Bastet, la diosa con cabeza de gato.
(Aviso: las chicas del catálogo televisivo actual, que cruzan vía tuit información sobre el costo de acceder a sus beneficios, se verían beneficiadas de conocer este relato.)
Ocurrió que un hombre, Satné, vio en el templo a Tabubué y mandó a su sirviente a que le ofreciera unas piezas de oro por pasar un rato junto a él, pero Tabubué rechazó la intermediación, y mandó a decirle a Satné que si quería algo con ella fuera a visitarla secretamente a su casa, porque ella era una sacerdotisa y no una mujer despreciable. Y entonces Satné fue y ella le repitió esa frase, que era una sacerdotisa y no una mujer despreciable y le exigió que, a cambio de gozar de su cuerpo durante una hora, Satné le cediera sus bienes y su fortuna. Entonces Satné mandó a buscar un escriba y anotó la voluntad de Tabubué, y Tabubué se vistió de lino real transparente, a través del cual se veían sus miembros como los de las diosas. Pero cuando Satné quiso pasar a lo que había venido, ella lo rechazó diciendo: “No olvides que soy una sacerdotisa y no una mujer despreciable. Por esto debes repudiar a tu esposa a fin de que no tenga que temer que tu corazón se vuelva hacia ella”. Entonces Satné envió a sus servidores a que arrojasen a su mujer de la cama que formaba parte de la casa que ya no le pertenecía, y quiso poseer a Tabubué, y ella le dijo “Entra en la habitación y échate sobre la cama; recibirás tu recompensa”. Y Satné lo hizo, pero un esclavo se acercó y le dijo: “Tus hijos están aquí y reclaman a su madre llorando”, y entonces Tabubué le dijo a Satné que sus hijos podrían entablar querella a los propios por la herencia, y que él debía permitirle que los matara”. Y Satné le dio el permiso y los esclavos de Tabubué mataron a los niños y arrojaron los cuerpos por la ventana, y Satné, bebiendo vino con Tabubué, oyó a los perros disputarse los cuerpos de sus hijos.
Desde luego, el oyente Sinuhé hace oídos sordos a la advertencia de Nefernefernefer, quien luego desglosa su relato impartiéndole un tormentoso aprendizaje sentimental y moral.
Sinuhé comprueba en carne viva que toda enseñanza tiene un costo y que hay ocasiones en que, dicha una palabra de advertencia, uno debería tomarla como suficiente y arreglárselas para escapar de la fascinación del mal como si su poderosa atracción equivaliera a la peste.