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Ni creer ni descreer

Habrá probablemente quienes crean que entre Javier Milei y Fátima Florez hubo amor: que se conocieron, se gustaron, se enamoraron, se quisieron; que eran verdaderos esos apretones algo bruscos de torsos y de bocas que ofrecieron como espectáculo desde un escenario teatral; que luego el amor declinó, como muchas veces pasa, y finalmente se acabó, y entonces se separaron. Habrá probablemente quienes crean que así fueron las cosas entre Javier Milei y Fátima Florez, y que a continuación otro tanto sucedió entre Javier Milei y Amalia “Yuyito” González: que se conocieron, se gustaron, etc., etc., etc.

Pero hay también, y me consta, quienes malician en todo eso un engaño liso y llano. No creen que haya habido amor: ni entre el jefe de Estado y Fátima, ni entre el jefe de Estado y Yuyito. Presumen que en verdad se trató de una especie de contrato, de un acuerdo para montar una farsa, la farsa de los enamorados, la farsa del Presidente en pareja. Que así como algunos compran “amor”, en un sentido sexual, para hacer que alguien se acueste con ellos, haciendo que el dinero les procure lo que no quieren o no pueden obtener mediante la atracción y la seducción, hay también quienes compran “amor” en el sentido de un supuesto quererse, para que alguien que no los quiere acceda a fingir que sí, y así obtener, una vez más, con el dinero, lo que no quieren o no pueden conseguir con el arte de gustar y enamorar.

Hay entonces quienes creen y quienes no creen, quienes acompañaron sentimentalmente los romances del primer mandatario argentino y quienes se pasmaron ante el bochorno de un trucaje mal actuado. Me parece en cualquier caso que es preciso considerar la posibilidad de una tercera alternativa, que no es credulidad ni tampoco incredulidad, que no dirime verdad o mentira. Una alternativa distinta por la cual, ante el romance de Javier Milei con Florez o con González, se asume que es fantochada, pero esa fantochada complace, cuenta con aprobación, cuenta con una adhesión entusiasta. Hay quienes se prestan de muy buen grado a la farsa, sabiendo que es una farsa, como si no fuese una farsa, o como si no supieran que lo es. O sabiéndolo, reconociéndolo, y aun así aceptándola, celebrándola, participando convencidamente de ella. ¿Habrá habido algo de eso la vez que el presidente de la República pronunció “She is my girlfriend” en un foro internacional, y todos en el lugar (todos menos el director de cámaras de la transmisión, que no tuvo mejor idea que ponchar en ese instante nada menos que a Karina Milei) rompieron en aplausos y en risas?

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Ya se ha dicho que, en Don Quijote de la Mancha de Cervantes, no es la figura (la triste figura) del Quijote lo que verdaderamente desconcierta, sino la de Sancho Panza, su escudero. El Quijote hace lo que hace porque no consigue distinguir lo que es de lo que él imagina, la realidad de lo que él leyó, lo que pasa de lo que él cree que pasa, vale decir, en resumen, porque está loco. Pero, ¿y Sancho? Sancho no está loco. Sancho sabe que la farsa es farsa, Sancho sabe que lo que sucede no es cierto. Y sin embargo, sigue al Quijote. Va con él. Participa de su empresa delirante. Se involucra resueltamente en ella.

Ese lugar, esa postura: ni creer ni no creer; que no importe si la mentira es mentira, que no se trate de validar o desmentir, que el juego pase decididamente por otro lado. ¿No es así como se intentó resolver, desde el poder del Estado nada menos, el episodio del video fraguado en el que Mauricio Macri aparecía dando de baja la candidatura de Silvia Lospennato? Habrá habido crédulos que lo tomaron por verdadero y cayeron embaucados; habrá habido escépticos que detectaron el engaño y lo descartaron. Pero habrá habido también cínicos, habrá habido especialmente cínicos, que jugaron con displicencia el juego de la falsía, sin que la verdad o la mentira del asunto les importara en lo más mínimo (de hecho, el planteo formulado por el presidente de la República fue más bien por ese lado). El video que circuló era falso, sí: ¿y qué? ¿Por qué hacerse problema con eso? Era una farsa, sí: ¿y qué? ¿Qué importa que fuera una farsa? Una mentira, sí, una fantochada: ¿y qué? Hay que prestarse a la mentira y a la fantochada, sin darles ni quitarles crédito. Lo otro es ser de cristal.

Tal vez alcance a iluminarse en esto una clave de la política de hoy. Cuando dicen que la inflación iba a ser de 17.000% y nos salvaron, o que sacaron a diez millones de seres humanos de la pobreza, o que los jubilados argentinos nunca estuvieron mejor que ahora, ¿se trata apenas de falsedades que es preciso desmentir? Puede que sí, pero no solamente de eso. Es también una farsa absurda que impera en el “a mí qué me importa”.