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JUGADORES, LA MORAL DEL ESCLAVO Y EL MITO DEL ETERNO RETORNO

Nietzsche te coloca en Europa, pibe

Hace casi diez años, en una contratapa de PERFIL diario titulada “Don Alfredo”, escribí que no era fácil pensar que alguien con 400 millones de dólares en el bolsillo –me refería a Yabrán, que acababa de suicidarse– podía ser “un pobre tipo”.

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“¡Todo vuelve y retorna eternamente, cosa a la que nadie escapa!”
Friedrich Nietzsche (1844-1900)

Hace casi diez años, en una contratapa de PERFIL diario titulada “Don Alfredo”, escribí que no era fácil pensar que alguien con 400 millones de dólares en el bolsillo –me refería a Yabrán, que acababa de suicidarse– podía ser “un pobre tipo”. Con las diferencias del caso, algo parecido sucede con los futbolistas de elite, tan orgullosos de sus autos deportivos, su séquito de amigos, sus mujeres en fila, sus contratos en euros. ¿Cómo sentir por ellos cierta... piedad? ¿Quién podría verlos como vulgares esclavos de la modernidad con tanto dinero acumulado en sus cuentas bancarias? ¿De qué manera notar una huella de indignidad entre semejante opulencia?
Hay que abrir los ojos, simplemente. Un poco. Todo está a la vista. Los límites y el pudor se han ido diluyendo con el tiempo hasta desaparecer por completo. Importa poco que el cuidadoso entramado de corrupción se haga más y más evidente. Al menos en Argentina, donde a nadie le preocupa investigar con seriedad el obsceno y millonario negociado de la venta de futbolistas al exterior.
La FIFA prohíbe que los derechos federativos de un futbolista profesional pertenezcan a particulares. El pase debe ser de un club. Traduzco: un hombre no puede ser dueño de otro hombre. Pamplinas. Eso pasa todo el tiempo. La mayoría de los jugadores son activos de grupos de empresarios (“empresa” se llama, increíblemente, a un simple inversor). Para eso se triangula con pequeños clubes –el Locarno de Suiza, Racing de Montevideo, tantos otros– que alquilan su sello para servir de fachada y anotar al esclavo con botines. Así, alegremente, evaden impuestos, lavan dinero y recaudan en pala. Coimas para dirigentes, intermediarios, para algún periodista-asesor encargado de “inflar” al candidato; en fin, dinero para cada parásito que interviene en el pase, sin olvidar a los barrabravas, por supuesto. Todos, exprimiendo hasta la última gota del crack, que vivirá en países insólitos, jugará seis meses en cada club para maximizar la rentabilidad de la inversión; irá, vendrá a la Argentina, se quedará y volverá a emigrar para retornar, repitiendo la historia eternamente mientras le den las piernas, ensimismado con su último modelo, la casa con piscina y jacuzzi, las botineras, lo que soñó toda la vida.
Friedrich Nietzsche nunca supo de la existencia del fútbol, entre otras cosas porque los ingleses recién lo estaban difundiendo en sus colleges cuando él cayó en la abismal espiral de la locura. El quiebre se produjo –cuentan–, el 3 de enero de 1889 en la plaza Carlo Alberto, de Turín, cuando no soportó ver cómo un cochero azotaba impiadosamente a su caballo. Desesperado, se abrazó al animal. Poco tiempo después, era internado en una clínica psiquiátrica de Basilea. Nietzsche fue un filósofo fascinante; un hombre de extrema sensibilidad y discurso encendido, vehemente, despiadado. “Dios ha muerto”, proclamó un día, cruzando mal a lo Absoluto, que venía con pelota dominada. Otras ideas lo obsesionaron: la Moral del Esclavo y el Mito del Eterno Retorno, por ejemplo. Difícil que los jugadores de hoy larguen la Play Station para leer al bigotón –Friedrich, no La Volpe–, pero lo bien que harían. A veces hasta parece que le hablara a ellos, lujosas mercaderías con pasaporte.
Hay moral de señores y moral de esclavos, dice Nietzsche. La moral de los amos es la de “los verídicos”. Una aristocracia que “aparta de sí a los seres en quienes se manifiesta lo contrario de estos sentimientos altivos y orgullosos, y los desprecia”. Es decir, los usa, los humilla; y si alguna vez se digna a ayudarlos, lo hará “impulsada por la profusión de la fuerza que siente en sí”. Sólo para autoafirmarse en su infinito orgullo, su capacidad de crear los valores esenciales. Por suerte, Nietzsche jamás supo de esta runfla impresentable del fútbol que todo lo hace por un único valor: la moneda. Amos sí, aristócratas jamás. Berretas, a secas.
La moral del esclavo reivindica la cualidad del débil, del dependiente: el servicio, la paciencia, la humildad, la obediencia, la mansedumbre. Ignoro si Fernando De Tomaso leyó a Nietzsche, pero la semana pasada se refirió a Micó, entrenador de su Racing, cada día con más problemas y menos jugadores y dijo: “¡Qué bueno es tener un director técnico que no presione por refuerzos, que no se queje y trabaje!”. Amo, no aristócrata. Se lo veía feliz.
En el Mito del Eterno Retorno hay un principio del tiempo y un fin, que a su vez vuelve a generar otro principio, otro fin, y así. El tema, siempre, es la libertad. “¿Qué sucedería si un demonio te dijese: ‘Esta vida, tal como la vives, tal como la has vivido, habrás de revivirla una serie infinita de veces’?”, pregunta Nietzsche, provocador.
Quién sabe si ese demonio habrá taladrado con preguntas similares, entre avión y avión, las cabezas del Malevo Ferreyra, los Zárate, Clemente, Montenegro, Guiñazú, Archubi, Cáceres, Rusculleda y tantos buenos futbolistas resignados a su papel de esclavos con cadena de oro.
“Corro como negro para poder vivir como blanco”, suele decir Samuel Eto’o, delantero del Barcelona. Este camerunés, lúcido, irónico y ágil como una gacela, sí que sabe lo que hacen con su vida y con su cuerpo; mientras las cámaras exhiben al mundo las brillantes copas y hablan de la gloria eterna de los campeones.