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No cuesta nada

Stevenson, cuenta Alvarez, decía que sus libros provenían de unos hombrecitos que se los dictaban mientras soñaba.

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Con la edad llega el insomnio. El mío ocurre en mitad de la noche: me acuesto rendido, me duermo, y de pronto me despierto durante un tiempo variable e impredecible. Entre los remedios figura la lectura. Dos insomnios atrás, empecé un libro apropiado para la circunstancia: La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, que acaba de publicar la editorial Fiordo. El autor es Al Alvarez (1929), escritor inglés cuyo libro más célebre es El dios salvaje, ensayo sobre el suicidio, un asunto sobre el que coqueteó a partir de su amistad con Sylvia Plath. Pero, con el tiempo, Alvarez resultó un optimista, tanto que el título de su autobiografía es Where Did It All Go Right?, algo así como ¿Cuándo empezó todo a salir bien?, lo contrario del famoso “¿Cuándo se jodió el Perú?”. Sus libros hablan de sus muchas aficiones, entre otras la poesía, el póker, el alpinismo y la natación, tema del que trata Pond Life, a punto de ser publicado en castellano por la editorial Entropía.

Mi mujer es una adepta a Pond Life, donde Alvarez cuenta cómo se baña todos los días en una laguna helada, lo que la ayudó para sus incursiones diarias en el Atlántico. Pensé que si Alvarez le servía a Flavia para nadar, tal vez a mí me sirviera para dormir. El libro es una mezcla de elementos heterogéneos, que van desde los temores nocturnos hasta las lechuzas, pasando por la historia de la iluminación, los patrullajes policiales, las investigaciones científicas sobre el sueño y sus interpretaciones. Entender el sueño desde la neurobiología, el psicoanálisis, la filosofía y la literatura es difícil, pero Alvarez trata de conciliar todos los enfoques, desde la tradición del ensayo anglosajón y su desconfianza por las teorías demasiado generales. Para un lector argentino puede resultar raro que en muchas páginas sobre el psicoanálisis apenas se mencione a Lacan (de hecho, Alvarez solo lo nombra una vez y lo describe como alguien con tendencia a extralimitarse).

Gracias en parte a la prístina y elegante traducción de Marcelo Cohen, el libro me hizo dormir después de la pausa insomne. Alvarez confiesa que si en la adolescencia su preocupación principal en materia de placeres era el sexo y en la temprana madurez la comida, a partir de algún momento se hizo adicto a dormir y ahora es lo que más le gusta en la vida. La lectura de esas primeras páginas, que explican la paradójica hiperactividad del que sueña, fue persuasiva además de placentera. Me desperté con una hermosa sensación de bienestar.

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La segunda noche, después de haber leído sobre los acertijos ocultos en los sueños, fue más complicada. Me dormí, pero soñé que Flavia y yo éramos personajes de una vieja película francesa. Vivíamos en un vetusto edificio parisino sin ascensor y yo asesinaba a dos mujeres para robarles, lo que me producía dos bolsas llenas de dólares. El problema era que no sabía cómo ocultar los cadáveres. Luego me metí en otro sueño donde no podía recordar el nombre de un técnico de fútbol cuya cara aparecía en una pantalla. Al despertar, tampoco me salía el nombre. Fogwill tiene un libro póstumo en el que describe sus sueños. Y Stevenson, cuenta Alvarez, decía que sus libros provenían de unos hombrecitos que se los dictaban mientras soñaba. Cada uno tiene los sueños que se merece.