Pensaba escribir sobre el otoño. Lindo tema, aunque a mí el otoño no me gusta. Entonces fui al diccionario, mejor dicho a los diccionarios, que son librotes que amo, respeto, admiro y trato de que no pasen el límite y pretendan manejarme las ideas, las pretensiones, el lenguaje, los silencios, los temas, la siesta, en fin, la vida toda. Y qué dice el Covarrubias, que fue el que inauguró todo esto. Porque hay que ver que don Sebastián de Covarrubias y Orozco fue el primero en redactar allá por el mil seiscientos y pico un diccionario de la lengua española, aunque entonces no se llamaban diccionarios y sí tesoros de la lengua y eran una especie de inventario de palabras.
Astutísimo don Sebastián, fíjese usted lo que nos regaló. A lo que iba: don Covarrubias dice que el otoño es “cuando se hace la vendimia y se recogen los frutos”. Claro que él hablaba de las Españas y no de estas nuestras latitudes. Así y todo me parece que estamos en lo mismo. La fiesta de la vendimia, ¿no es en marzo? Y, bueno, marzo es otoño por acá, ¿no?, y en marzo se recogen las uvas y después se hace el vino, noble bebida si usted quiere mi parecer. El Corominas (el Corominas chico, porque para el grande no tengo plata ni lugar) me dice que viene de autumnus, pero en el diccionario de frases latinas no encuentro ninguna acerca de la lluviosa estación. El María Moliner me da todo, origen, sinónimos, usos, de todo y asombrosamente, si una se acuerda de la doña María en soledad redactando maravillas en la nocturna mesa de la cocina apagada y en silencio.
El de frases y refranes no trae nada sobre el otoño, ¿se da cuenta? Nada, como si el otoño no tuviera tradición, bibliografía, nacimiento, vida social, simbología y etcétera. Al de lunfardo fui con pocas esperanzas, y mucha razón que tuve. Cómo se las arreglaban los compadritos recostados en la esquina contra el buzón para decir “estoy junando al otoño que llega desde el bajo al compás del bandoneón” es algo que no me imagino. Porque en el diccionario del señor José Gobello, del otoño, nada por aquí, nada por allá. De los diccionarios de sinónimos no hablaremos porque me entra la depre en cuanto empiezo a leer acerca de vejeces y decrepitudes, ay. Y cuando llego a los términos literarios sonamos, porque caen en catarata los románticos, esos señores que son tan desdichados y al mismo tiempo tan absolutamente felices cuando llueve, cuando los días son grises y fríos y la noche llega como un monstruo de pies afelpados (sic) a hundir sus garras en los corazones. ¿Le gustó? Bueno, me alegro por usted. Pero a mí me pasa que no puedo alegrarme, una, porque mis diccionarios me han desilusionado, y dos, porque con el otoño tengo que arreglármelas más sola que la una, y eso es peligroso: usted sabe que la soledad tiende a la confidencia, qué horror, no tengo a quién contarle esto. Y entonces una lo escribe y deja que el riesgo lo corran quienes lo leen, si es que hay alguien que lo lee, que hasta puede pasar que no haya nadie. Pues vamos con el otoño: además de la vendimia y de recoger los frutos, otras cosas pasan con la gris, tenue, ya fría estación. La luz, por ejemplo. No, no le estoy hablando de la luz eléctrica de la que gozamos en las ciudades no siempre porque en verano se corta un día sí y otro también; le estoy hablando de la otra, de la que viene del Padre Sol, bendita sea porque en los meses de verano está siempre ahí, al alcance no solo de la mano sino también de los ojos y, lo que es más importante, del alma inmortal, y el otoño viene a retacearla, a dárnosla de a poco en dosis homeopáticas.
Y es así que ya no se cuela la luz amarilla por las persianas cuando una abre los ojos a la mañana, no, señor, y después de las pantuflas lo que corresponde es apretar el interruptor y encender la otra, la eléctrica de la que hablábamos recién. Y la otra, un desastre, vea. Después del goce de los sueños, la penumbra, la oscuridad, la materia negra esa de la que nos hablan los astrofísicos, que se mete en nuestras casas. Vamos, eso no vale, pero tenemos que aguantarnos como duquesas en nuestro caso, querida señora, como duques en el suyo, estimado señor. Digo yo: ¿no le basta con eso? Espero que sí. Para la próxima le prometo que hablamos de los suéteres que en otoño le teje su tía. Cosa que también es un lindo tema.