En una fastuosa ceremonia el pasado 30 de septiembre, el presidente Putin volvió a atacar a Occidente para justificar la anexión de las regiones ucranianas de Donetsk, Lugansk, Zaporozhye y Kherson. El mandatario ruso defendió el derecho a la igualdad y la autodeterminación de los pueblos y condenó los acuerdos de disolución de la Unión Soviética firmados en Belovezhskaya Pushcha en 1991 entre los representantes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania, donde se fijaron las fronteras “contradiciendo los deseos de la mayoría del pueblo en el referéndum de 1991, destruyendo nuestro gran país y poniendo a los ciudadanos de las ex-repúblicas frente a un hecho consumado”.
Con su habitual despliegue discursivo, el presidente Putin asumió una posición de víctima al acusar a Occidente de propagar una guerra contra Rusia para convertirla en una colonia, saquear sus riquezas y transformar al pueblo ruso en una masa de esclavos sin almas. La línea argumental de culpar a las fuerzas foráneas para justificar sus acciones no es novedosa, ha sido utilizada reiteradamente por los regímenes fascistas para insuflar el nacionalismo, consolidar el control y prolongar la permanencia en el poder.
En la misma línea, presentó el multilateralismo basado en reglas como una imposición de Occidente y se preguntó de dónde vienen, quién las vio y quién las aceptó o aprobó negando el ordenamiento mundial surgido con posterioridad a la II Guerra Mundial y en cuyo centro se encuentran las Naciones Unidas y todas sus instituciones, que permitieron hasta ahora una caída de los enfrentamientos bélicos con relación a otras épocas. Putin declamó que “Rusia en una gran potencia de mil años, toda una civilización, y no aceptará vivir bajo reglas falsas e improvisadas”.
Como siguiendo las ideas de Alexandr Duguin, cuya hija muriera recientemente en un atentado, Putin se embarcó en una larga lista de insultos contra Estados Unidos y Europa por intentar colonizar al resto del mundo con “su civilización y cultura neoliberal” enumerando como ejemplos el tráfico de esclavos, el genocidio de los indígenas en América, la piratería de India y África, las guerras contra China, los bombardeos de las ciudades alemanas y las bombas atómicas sobre Nagasaki e Hiroshima. En esa descripción histórica, Vladimir Putin pasó por alto la expansión del imperio zarista desde el Báltico al Mar Negro y desde Polonia a Alaska, el sometimiento de los campesinos al régimen de servidumbre hasta su emancipación, recién en 1861, las guerras invocando la protección de la Iglesia Ortodoxa, la anexión de 15 repúblicas bajo el rótulo de Unión Soviética, las hambrunas, la alianza con Hitler bajo el Pacto Ribbentrop-Molotov para suministrarle alimentos y energía, la ocupación, represión y rapiña de Europa oriental con gobiernos títeres, el levantamiento del Muro en 1952, entre otros temas, hasta que el hartazgo y las ansias de democracia, libertad y bienestar empujaron la disolución del régimen por sus mismos líderes en 1991. En 1994, la Federación Rusa reconoció la soberanía e integridad territorial de Ucrania a cambio de la devolución del arsenal de armas atómicas.
En el final de su presentación, Vladimir Putin desata su furia contra las políticas de género preguntando: “¿Quiere para nuestro país, Rusia, padre 1, padre 2, padre 3 en vez de mamá y papá? ¿Queremos que en las escuelas impongan a nuestros niños perversiones que nos conducirán a la degradación y extinción?, ¿meterles en la cabeza que existen otros sexos, ofrecerles cirugías para reasignarles el género? Esto es inaceptable para nosotros”.
El presidente Putin pareciera convencido de que su papel en la historia no es solo la gloria de Rusia sino el reordenamiento del mundo y la destrucción de Occidente. La paranoia de un líder con armas nucleares y su disociación de la realidad constituyen un grave peligro y se requerirá unidad y constancia para limitar sus daños.
*Diplomátio.