No alcanza con decir que este gobierno tapa sus pequeños o grandes escándalos con el lanzamiento de temas que importan a la sociedad civil, como ocurrió en su momento con el tema del matrimonio igualitario: la discusión sobre el aborto forma parte de la agenda social y el asunto no se detendrá por mucho que cualquier proyecto de ley se lime en Diputados y se obstruya en Senadores, así como no se detendrán las reivindicaciones feministas.
Tampoco importa demasiado que la decisión oficial sea una puntapié bien colocado al ideario eclesiástico ancestral, representado en este caso por un papa que no manifiesta un particular afecto por el varias veces divorciado presidente actual, ni una fácil y poco costosa colocación imaginaria “a la izquierda” del cristi-kirchnerismo, cuya mayor representante en estas tierras serruchó cualquier discusión sobre el tema basándose en su íntima convicción religiosa, lo cual la hermana, y no es tan extraño, con la colorida fundamentalista religiosa que hace poco votó la mitad de la ciudadanía porteña.
Las consecuencias siempre son más importantes que los motivos, en el terreno de los hechos son lo único real. Y es posible que una de esas consecuencias sea no solo el modo en que los hombres miran a las mujeres (preguntándose cómo deben hacerlo) sino que también produzca efectos sobre la manera en que las mujeres piensan y dicen sobre sí mismas. Claro que la idea del “sí mismo” ya supone la existencia de una esencia, y no de una representación. El “sí mismo” es un resto de lo religioso, la formulación mítica de un ideal. Quizá por eso, en estos días volvió sobre mí la pregunta sobre la figura doble de la maternidad y la virginidad.
Más allá del delicado tema de la existencia real de personajes a los que se les reputan poderes sobrenaturales, o, si se quiere, más allá de la existencia irreal de poderes en las personas realmente existentes, la cuestión de la Virgen que concibe y pare sin conocimiento de hombre ha capturado durante centurias la imaginación de las masas gracias a la labor de esa máquina narrativa prodigiosa que es la Iglesia. Figura clave en la restitución del panteón politeísta, operación que rindió sus frutos al separar al cristianismo de los primeros siglos del culto tribal y excluyente de un celoso y primitivo Jehová, la Virgen María fue elevando su participación en el relato cósmico del dios encarnado como hijo cuando a la ausencia incomprensible del dios padre se la atenuó con su intercesión creciente como intermediaria entre uno y otro y como testigo dramático de la Pasión. María (o más bien Miriam, o Mariam) encarna la inocencia que atraviesa el sexo sin “mancharse”. Tal vez, uno de los próximos desafíos de las mujeres sea el de combatir los mitos anacrónicos sin renunciar a la posibilidad del misterio.