Dijo Ernesto Sabato: “Los millones de inmigrantes que se precipitaron sobre este país en menos de cien años no sólo engendraron esos dos atributos del nuevo argentino, que son el resentimiento y la tristeza, sino que prepararon el advenimiento del fenómeno más original del Plata: el tango”. Ese “fenómeno” nos hizo reconocidos en el mundo, luego de que Enrique Saborido llevara a la Fragata Sarmiento, a poco de partir en 1906, uno de los primeros tangos: La Morocha, que escribiera con Angel Villoldo y que fuera así “lanzado a los cuatro vientos”. El tango y la inmigración de principios de siglo le abrieron cauce al argentino que somos hoy y esa música y sus letras se convirtieron en nuestros mejores representantes. En mi condición de periodista, hijo de inmigrantes, fui como otros tantos colegas, receptor del acontecer de la segunda mitad del siglo XX. Obviamente, fui adicto al tango, que muchas veces selló mis crónicas políticas e inspiró algunas de mis letras. Puedo mencionar: Milonga pal presidente y La Rosada, escritos con Eladia Blázquez, que les puso música y los interpretó, y Lo que habrá visto Di Sandro, con música de mi colega de La Prensa José María Coria, que cantó Jorge Vidal, dedicado a Roberto Di Sandro, un periodista que desde hace más de sesenta años cubre la información de la Casa de Gobierno.
El tango tuvo su veta social y política, basta citar algunos: Cambalache y Yira, yira, de Discépolo; Al mundo le falta un tornillo, de Cadícamo; Dios te salve, m’hijo, de Acosta; o El 45, de María Elena Walsh. Mis crónicas tangueras, escritas en la Olivetti que el gobierno de Arturo Frondizi hizo instalar en 1958 en la sala de periodistas de la Casa de Gobierno, pretende ahora colocar a ilustres argentinos, herederos de la inmigración como grandes embajadores del país, junto al tango.Así, surgió una letra nada menos que para quien escribió todas las letras: Enrique Cadícamo, con el inestimable aporte musical de Atilio Stampone; Cadícamo inmortalizó la nostalgia argentina y creó el “himno” al desarraigo con Anclao en París, cantada tanto por los bohemios del 30 como por los emigrados de siempre. Juan Manuel Fangio, rey en las curvas y en las rectas, fue otro de nuestros embajadores en el mundo, a partir de haber cruzado los Andes en su Chevrolet, llegando a Caracas, y ser cinco veces campeón del mundo, en épocas de gran florecimiento de la mecánica automotriz. No necesitó entonces los imponentes trajes protectores de los pilotos de hoy: le bastaba su camisa de mangas cortas. René Favaloro fue un tango en sí mismo: nacido en el barrio El Mondongo, de La Plata, fue médico rural en Jacinto Arauz, inventor del bye pass para sortear los riesgos coronarios, maestro del bisturí y de la decencia. No se le puede negar la condición de embajador argentino a Maradona. En el lugar más remoto del mundo se podía constatar que Diego era sinónimo de Argentina. Edmundo Rivero, en la segunda mitad del siglo XX, se pasó las noches cantando al sur, ante la mirada absorta del turismo venido del mundo para recalar en el Viejo Almacén, donde esa voz total entusiasmó tanto a jeques árabes como al rey de España o a delegaciones japonesas. El bandoneón arrollador de Astor Piazzolla reinstaló el tango y lo incorporó a las orquestas de cámara del mundo. Jorge Luis Borges no sólo escribió los mejores versos sobre el tango –“esa ráfaga, el tango, esa diablura/ los atareados años desafía”–, lo llevó al mundo creando el mito del coraje y del cuchillo. En mis tangos testimoniales, no están todos los grandes contemporáneos de la segunda mitad del siglo XX, pero de los mencionados no sobra ninguno. Finalmente, también hago una referencia a la ciudad del tango: “Cuando Gardel le cantó/ al Buenos Aires querido/ el tango fue en esa voz/ el cariñoso latido/ del porteño corazón. En Boedo o Puerto Madero,/ el tango es un sentimiento/ una llama que está ardiendo/ en la ciudad que lo alzó/ del arrabal al Colón”.
*Periodista y escritor. Autor de las letras del CD Buenos Aires Tango Siglo XX.