La convención del partido Demócrata ha consagrado lo sabido: la nominación de Barak Obama, el candidato de color, el rostro nuevo en la clase política, el que pudo vencer al establishment de su partido. Parece un cambio histórico, para muchos en todo el mundo tal vez el inicio de una nueva era en la política norteamericana. No cabe duda de que Obama es realmente diferente al perfil convencional de un candidato a presidente, sin llegar ni por mucho a ser un radical o un desviado.
Obama emergió con una fuerza sorprendente, se impuso en la interna y ahora disputa la presidencia de su país. Con vaivenes, subas y bajas a lo largo de las semanas, entra ahora a la recta final en paridad de posibilidades. Cuenta con el apoyo de muchos votantes tradicionalmente demócratas, de otros que aspiran a cambios profundos en el perfil de la dirigencia y de algunos que creen que es hora de proporcionar un castigo ejemplar a los republicanos, en represalia por la administración Bush. Pero también despierta resistencias. Su problema más acuciante es frenar una posible fuga de votantes de Hillary Clinton hacia McCain o hacia la abstención. Tras ese propósito, la convención demócrata le ha dado a Obama todo lo que podía esperar; si eso es suficiente se sabrá durante las próximas semanas. Pero tanto en las bases de Hillary como entre los votantes independientes hay resistencias algo más difíciles de neutralizar: prejuicios raciales y religiosos, aversión a lo nuevo, simplemente la desconfianza en que un candidato de apariencia atractiva resulte al mismo tiempo poco experimentado para gobernar. Todo eso está siendo enfocado en la estrategia de la campaña y la misma convención estuvo dirigida principalmente a contrarrestarlo.
Un problema que los candidatos demócratas norteamericanos han enfrentado muchas veces es la pérdida de votos que apoyaron al perdedor en la interna. Eso se agrava por el personaje Obama, pero el problema no es nuevo. Obama necesita además probarse en una pista que ha eludido con habilidad: cuando se lo ataca, ¿cómo responde? Algo parece obvio: si fuera el caso que no puede lidiar con la publicidad fuertemente agresiva de la campaña de McCain, ¿qué podría hacer si el atacado es su país?
Del lado republicano también las cosas han seguido un rumbo de cambio. John McCain no era el candidato de los círculos centrales de su partido. Su electorado lo prefirió a otros precisamente porque representa la posibilidad de una renovación.
Todavía hace unas pocas semanas en los ambientes republicanos flotaba la idea de que “McCain piensa diferente en muchos temas”, sin perder por eso sus credenciales de conservador norteamericano; un conservador más moderado que el promedio. El cultivó esa imagen desde que asomó como un posible candidato. Pero a la vez tuvo que moverse hacia la corriente predominante en su partido, y eso ha terminado mostrándolo recientemente más cerca de las posiciones del presidente Bush. Es un equilibrio difícil, y el dilema es de la misma naturaleza que el que afrontan los demócratas: para asegurar el voto propio se arriesga perder el voto independiente; si se busca atraer este voto, se arriesga que los propios no se sientan bien representados y el día de la elección se queden en su casa.
En el balance, algo está claro: la sociedad norteamericana está demandando cambios en el estilo político, renovación de la elite dirigente. Cuántos cambios espera además en la orientación de la política pública está menos claro. Muchos norteamericanos y muchísimas personas en todo el mundo tienen una agenda para los Estados Unidos que no supone aislar a esa potencia ni neutralizar su poderío sino “destrabar” todo aquello que es percibido como trabas a su propio desempeño como nación y como potencia internacional. Algunos de esos temas: la vulnerabilidad externa; la economía que lidera el crecimiento del mundo globalizado depende de éste en una medida excesiva; el rol de gendarme del mundo, caro y además, a los ojos de muchos, peligroso y de eficacia más que dudosa; el anticuado bloqueo a Cuba, impuesto por el lobby de los cubanos de Florida con resultados sumamente discutibles; el problema de los inmigrantes ilegales; la política antidroga, cara y a todas luces inefectiva; una matriz energética altamente dependiente del petróleo, incentivada en lugar de ser desincentivada; problemas internos de distribución del ingreso, pobreza y acceso a la salud.
Lo “nuevo” puede ser sólo un estilo de liderazgo y de gestión, o puede ser un enfoque innovador para manejar problemas como esos. No es de esperar que de una convención, ni de una campaña electoral, surjan demasiadas definiciones, excepto aquellas que los estrategas de la campaña juzguen electoralmente rendidoras. Pero el mundo, más allá del espectáculo de la campaña –atractivo y sin duda aleccionador para cualquier democracia contemporánea– está más preocupado por la agenda efectiva de gobierno que por las artes comunicacionales que hacen posible acceder a él. En esta elección presidencial se juegan tantas cosas importantes para los norteamericanos como para el resto del planeta.
*Sociólogo.