COLUMNISTAS

Odio al PT

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Hay un hecho espantoso aunque analíticamente explicable: el aumento del odio y de la rabia contra el PT. Este hecho viene a revelar el otro lado de la “cordialidad” del brasileño, propuesta por Sérgio Buarque de Holanda: del mismo corazón que nace la acogida cálida viene también el rechazo más violento. Ambos son “cordiales”: las dos caras pasionales del brasileño.

Ese odio está inducido por los medios de comunicación conservadores y por aquellos que en las elecciones no respetaron el rito democrático: se gana o se pierde. Quien pierde reconoce elegantemente la derrota y quien gana muestra magnanimidad con el derrotado. Pero este comportamiento civilizado no fue el que triunfó. Por el contrario, los derrotados procuran por todos los medios deslegitimar la victoria y garantizar un cambio de política que atienda su proyecto, rechazado por la mayoría de los electores.

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Para entenderlo, nada mejor que visitar al destacado historiador José Honório Rodrigues, que en su clásico Conciliação e Reforma no Brasil (1965) dice con palabras que parecen actuales: “Los liberales en el imperio, derrotados en las urnas y alejados del poder, además de indignados se fueron volviendo intolerantes; construyeron una concepción conspirativa de la historia que consideraba indispensable la intervención del odio, de la intriga, de la impiedad, del resentimiento, de la intolerancia, de la intransigencia, de la indignación para el éxito inesperado e imprevisto de sus fuerzas minoritarias” (p. 11).

Esos grupos prolongan las viejas elites que desde la Colonia hasta hoy nunca cambiaron su ethos. En palabras del referido autor: “La mayoría fue siempre alienada, antinacional y no contemporánea; nunca se reconcilió con el pueblo; negó sus derechos, arrasó sus vidas y cuando lo vio crecer le negó poco a poco su aprobación, conspiró para colocarlo de nuevo en la periferia, lugar al que sigue creyendo que pertenece” (pp. 14 y 15). Hoy las élites económicas abominan del pueblo. Sólo lo aceptan fantaseado en el Carnaval.

Lamentablemente no les pasa por la cabeza que “las mayores construcciones son fruto del mestizaje racial, que creaba un tipo adaptado al país, el mestizaje cultural que creaba una síntesis nueva; la tolerancia racial que evitó desencaminar los caminos; la tolerancia religiosa que imposibilitó o dificultó las persecuciones de la Inquisición; la expansión territorial, obra de mamelucos, pues el propio Domingos Jorge Velho, invasor que incorporó el Piaui, no hablaba portugués; la integración psicosocial por el irrespeto a los prejuicios y por la creación del sentimiento de solidaridad nacional; la integridad territorial; la unidad de lengua y finalmente la opulencia y la riqueza de Brasil que son fruto del trabajo del pueblo. ¿Y qué hicieron los líderes coloniales posteriores? No dieron al pueblo ni siquiera los beneficios de la salud y la educación” (pp. 31-32).

¿A qué vienen estas citas? Ellas refuerzan un hecho histórico innegable: con el PT, esos que eran considerados carbón en el proceso productivo (Darcy Ribeiro), la ralea social, consiguieron en una penosa trayectoria organizarse como poder social, que se transformó en poder político en el PT, y conquistar el Estado con sus aparatos. Apearon del poder a las clases dominantes; no se dio simplemente una alternancia de poder sino un cambio de clase social, base para otro tipo de política. Tal saga equivale a una auténtica revolución social.

Eso es intolerable para las clases poderosas que se acostumbraron a hacer del Estado su lugar natural y a apropiarse privadamente de los bienes públicos mediante el famoso patrimonialismo, denunciado por Raymundo Faoro.

Por todos los medios y artimañas quieren también hoy volver a ocupar ese lugar que juzgan por derecho suyo. Seguramente han empezado a darse cuenta de que tal vez nunca más tendrán condiciones históricas para rehacer su proyecto de dominación/conciliación. Otro tipo de historia política dará, finalmente, a Brasil un destino diferente.

Para ellos, el camino de las urnas se ha vuelto inseguro gracias al nivel crítico alcanzado por amplios estratos del pueblo que rechazó su proyecto político de alineación neoliberal al proceso de globalización, como socios dependientes y agregados. El camino militar es hoy imposible, dado el cambio del marco. Elucubran con la posibilidad de la judicialización de la política, contando con aliados en la Corte Suprema que nutren semejante odio al PT y sienten el mismo desdén por el pueblo.

A través de este expediente, podrían lograr el impeachment de la primera mandataria de la nación. Es un camino conflictivo, pues la articulación nacional de los movimientos sociales haría este intento arriesgado y tal vez inviable.

El odio contra el PT es menos contra el PT que contra el pueblo pobre, que, gracias al PT y a sus políticas sociales de inclusión, ha sido sacado del infierno de la pobreza y del hambre y está ocupando los lugares antes reservados a las élites acomodadas. Estas piensan en hacer sólo caridad, donar cosas, pero nunca en hacer justicia social.

Me anticipo a los críticos y a los moralistas: ¿pero el PT no se corrompió? Vea el mensalão, vea Petrobras. No defiendo a corruptos. Reconozco, lamento y rechazo los malos manejos hechos por un puñado de dirigentes. Traicionaron principalmente a más de un millón de afiliados y echaron a perder los ideales de la ética y de la transparencia. Pero en las bases y en los municipios –puedo dar testimonio de ello– se vive otro modo de hacer política, con participación popular, mostrando que un sueño tan generoso, el de un Brasil menos malvado, no se mata así tan fácilmente. Las clases dirigentes, durante 500 años, en palabras fuertes de Capistrano de Abreu, “castraron y recastraron, caparon y recaparon” al pueblo brasileño. ¿Hay mayor corrupción histórica que ésta? Volveremos al tema.

 *Teólogo, sacerdote franciscano, filósofo, escritor y ecologista brasileño. /  Publicado en Carta Maior.