El fin de semana pasado se reunieron en París los ministros de Economía del denominado G20 con el fin de preparar el encuentro presidencial que se llevará a cabo en la ciudad de Cannes durante el próximo mes de noviembre. Nicolas Sarkozy, en su rol de anfitrión, había anunciado una agenda ambiciosa que incluía reformas al sistema monetario internacional, una tasa a las transacciones bancarias, controles al flujo de capitales y, también, regulaciones a los mercados de materias primas. Sin embargo, los resultados de la reunión permiten inferir que la hegemonía del porfiado capital financiero sigue en pie, pese a la crisis que sacudió al mundo, y que los escasos avances para contrarrestar su poder surgen de acuerdos e iniciativas, casi siempre de carácter defensivo, que plantean las naciones emergentes.
El G20, que fue constituido en 1999, luego del colapso del sudeste asiático, está integrado por Alemania, Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, Corea del Sur, China, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, India, Indonesia, Italia, Japón, México, Rusia, Sudáfrica, Turquía y el titular de la Unión Europea (UE). En París, como en otras ocasiones, participaron representantes de España como invitados. El peso del G20 –representa casi el 90% del PBI, el 80% del comercio y dos tercios de la población del planeta–, junto a la importancia creciente de algunos de sus miembros, China y la India por caso, le ha permitido opacar, mas no sustituir todavía, la gravitación del llamado G8 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia, Japón y Rusia).
Las últimas cinco cumbres presidenciales del G20 se desarrollaron bajo el influjo de la crisis financiera global. Los debates preliminares, el temario pactado por los ministros de Economía y los documentos que se produjeron tanto en la primera cumbre, realizada en Washington en el otoño de 2008, como en la última, convocada en Seúl en noviembre de 2010, alentaban cambios en el funcionamiento de las instituciones bancarias, de las agencias calificadoras y de los organismos internacionales. Los líderes, en un contexto caracterizado por la quiebra y la debilidad de los grandes bancos, una grave retracción en el comercio, y la situación de millones de desocupados y de familias empobrecidas, hablaron de transparentar los sistemas financieros, combatir el secreto bancario de los paraísos fiscales y controlar las operaciones especulativas. Asimismo, prometieron instrumentar una tasa para gravar las transacciones financieras y a los bancos más poderosos, recortar las remuneraciones de sus ejecutivos, modificar las exigencias y las recomendaciones políticas del FMI, aumentar la participación de los países de menores ingresos, y, en otro plano, introducir y mantener programas para estimular la economía y crear empleos decentes.
Pero, a tres años vista y como si la crisis se hubiera disuelto como pompa de jabón, poco y nada se ha hecho. Es posible citar, apenas, la sanción de un puñado de normas que, en Estados Unidos y en la UE, establecen nuevas reglas y organismos de supervisión para la banca, las bolsas y los seguros, acotando las actividades de inversión, las operaciones con derivados y las colocaciones riesgosas. Más aún: la UE, empotrada dentro de su casamata ortodoxa, presionó el año pasado a Grecia, España y Portugal para bajar el gasto y la inversión públicos, con las consecuencias dramáticas que bien conocemos los argentinos, sin otro propósito que el de reducir los déficits fiscales, engrosados por los auxilios a sus propios bancos, y facilitar el pago de sus deudas externas.
En la última cumbre de Seúl el debate entre Estados Unidos y China por la cotización de sus monedas desplazó de escena al que insistía en la necesidad de reformar el orden financiero global para prevenir crisis futuras. Estados Unidos acusó a China de mantener su moneda artificialmente baja para mejorar sus exportaciones, mientras que Beijing replicó afirmando que las quejas norteamericanas eran una demostración de proteccionismo. Este debate continuó a orillas del río Sena y es probable que en Cannes involucre a otras naciones. De hecho, el ministro alemán, Wolfgang Schäuble, rechazó cualquier plan contra los desequilibrios mundiales que implique una desventaja para las exportaciones de su país. “Alemania tiene una fuerte posición en los mercados mundiales no a través de una manipulación de su moneda, sino solamente gracias a su productividad y a la fuerza innovadora de sus trabajadores y empresarios”, dijo.
La otra discusión que se mantuvo en París, y que es dable imaginar que se repetirá en Cannes, refiere al intento de regular el precio internacional de los alimentos y los productos agrícolas. La propuesta, introducida por los representantes franceses, hizo hincapié en una verdad insoslayable: una de cada seis personas de la población mundial no puede alimentarse de forma adecuada y las subas de los precios de los productos básicos fueron siempre un motivo de rebelión popular, como las ocurridas en Túnez, Egipto y Libia –país que importa el 75% de los alimentos que consume, cuyo costo interno no ha cesado de subir–. Sin embargo, como bien señalaron las delegaciones de la Argentina y Brasil al manifestar su oposición, esa propuesta no sólo perjudica la dinámica y los ingresos de los países productores sino que además omite abordar una de las principales causas del problema: los enormes fondos financieros especulativos que hacen su juego agrícola cada mañana en las rondas de Chicago.
Los tiempos de recortar el poder al capital financiero parecen haber quedado atrás para los países centrales; al menos esto se desprende de la reunión de París. Se acordó una serie de indicadores –deuda pública y privada, déficit presupuestario, balance del comercio exterior– para medir los desequilibrios globales y, con la asistencia del FMI, identificar y presionar a los países que se alejen de estos parámetros; se instó a los miembros del G20 a aplicar las normas para reducir el comportamiento riesgoso de los bancos y se le encargó a México y Alemania la elaboración de un proyecto de un nuevo sistema monetario para ser presentado en la próxima cumbre de jefes de Estado. No hace falta corear “¡la especulación al poder!”, porque es allí donde habita.
“Estamos muy contentos con el resultado”, dijo Christine Lagarde, la ministra de Economía y Finanzas francesa. Se comprende.