Calificar al gobierno de los K como un “régimen” hecho y derecho, ya para condenarlo, ya para alabarlo, es en mi opinión una mera compadrada de seudo-cientistas políticos. Los regímenes, los mejores y los peores, tienden a la coherencia, tienen objetivos claros y reglas del juego claramente establecidas; se atienen a pautas políticas definidas que, salvo catástrofe, les permiten responder a problemas y situaciones nuevas sin arriesgar su continuidad ni su identidad. Por eso son siempre reconocibles. Se ha querido ver en la gestión de los Kirchner una forma de populismo. Para uno de sus mejores estudiosos, Ernesto Laclau, el populismo es una dimensión de toda política (si no la política a secas) y también un tipo de régimen que se caracteriza por (a) la interpelación y el apoyo a “los de abajo”; (b) el antiinstitucionalismo y (c) la conducción de un líder fuerte. Pero, previendo posibles críticas, Laclau agrega que el movimiento populista no debe ser incompatible con el respeto a las instituciones y que el rol del líder, aun siendo fundamental, ha de mantener el pluralismo político como principio inalterable. Todo lo cual es irreprochable, si no fuera que, con tales precauciones, el populismo pierde toda identidad. Cualquier político que hoy aspire a gobernar debe presentarse como un líder decidido y carismático, tomar partido por los desfavorecidos, atacar a los poderosos, afirmar su adhesión a las instituciones y asegurar su respeto al pluralismo.
El gobierno K tiene una característica involuntariamente desarmante para quienes lo estudian apelando a grandes categorías: no se deja encasillar en ellas. De ahí la abundancia de análisis enumerativos, que aprueban o critican puntualmente cada una de sus medidas, pero se revelan incapaces de encontrar un principio que dé coherencia a esa enumeración.
Sin embargo, ese principio se torna visible cuando, en un nivel menos abstracto, asumimos que el kirchnerismo, según sus propias declaraciones, es una modalidad del peronismo. Se objetará que poco y nada hay en común entre los gobiernos de Perón y de Menem y el de los Kirchner. Lamento decir que eso no es verdad. Sin duda, las políticas que cada uno de ellos adoptó fueron muy diferentes y a menudo opuestas, pero el objetivo principal de esas políticas fue y es siempre el mismo: apropiarse de todos los lugares desde donde se ejerce el poder e incluso generar otros nuevos, que también hará suyos. En ocasiones, utilizará medios legítimos para lograrlo (las elecciones); en otras, por el contrario, tomará medidas de dudosa o nula legalidad: la prohibición a hablar por radio a todo opositor (Perón), la ampliación arbitraria de la Corte Suprema (Menem), la intervención al Indec (Kirchner). Logrado ese objetivo, desarrollará políticas de diverso signo, a veces muy positivas, como las leyes del primer peronismo en defensa de los trabajadores, a veces negativas, como la penosa década del menemismo. En el caso de los Kirchner, donde las iniciativas suelen no exceder el corto plazo, debe ponerse en su haber la conformación de la Corte Suprema, la asignación universal por hijo, el descenso de la desocupación, incluso el acceso al fúbol en vivo para los “hinchas de sofá”, y en su debe la ya mencionada “ocupación” del Indec, la errática política económica, la sobreabundancia de decretos de necesidad y urgencia, la progresiva apropiación de los media (so pretexto de que los habría monopolizado la oposición), la utilización desvergonzada del canal público como órgano de propaganda del Gobierno y, por supuesto, la corrupción, instalada por Menem y continuada en los gobiernos Kirchner.
Aun así, Cristina ganará las próximas elecciones con facilidad. Lo quieren así la debilidad y la inepcia de la oposición que le (nos) ha tocado en suerte. Pero no hay que olvidar que el peor defecto de los políticos argentinos, sobre todo de los progres, es la prisa. Sería bueno olvidarse por una vez de los atajos y actuar con paciencia y sapiencia.
*Profesor emérito de la UBA e Investigador Superior del Conicet.