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Pacientes

Mi madre fue enfermera antes de ser maestra. Además de su trabajo en el sanatorio del pueblo, hacía inyecciones a domicilio, cuidaba pacientes que estaban en sus casas.

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Pacientes. | marta toledo

Hace un par de días que estoy resfriada. El aire entra y sale con dificultad por la nariz, que siento hinchada como una pelota. La caja de pañuelos va conmigo por toda la casa. No me gusta estar enferma. Cuando era chica, una gripe, un resfrío, eran el mejor plan en invierno, quedarse en la cama con las frazadas hasta la pera, la bolsa de agua caliente en los pies o el ladrillo calentado sobre la cocina a leña y envuelto en diarios viejos… a veces la abuela lo envolvía tan caliente que las primeras capas de papel empezaban a chamuscarse y el olor subía despacito desde el fondo de la cama. Dos días sin escuela, de libros y televisión y quemadillo: el jarabe casero más delicioso del mundo (poner un poco de azúcar en una cacerola, hacer un caramelo, echarle agua, una hojas de níspero y un poco de orégano fresco; entibiar y beber); y si había catarro, unas friegas en el pecho con un poco de grasa de lagarto que traíamos del campo. A la tarde la visita de la compañera de escuela que vivía más cerca y traía la tarea y los chismes del recreo. Las enfermedades largas eran las más codiciadas, las paperas por ejemplo, que tenían el misterio extra de que si eras varón podía ser fatal. Pero cuarenta días en cama, valía la pena correr el riesgo de no tener hijos en el futuro. Otra que rankeaba muy bien era la operación de apéndice o la de amígdalas. Creo que ya lo conté aquí alguna vez: el sueño dulce de la anestesia, despertar y ver en el frasquito con formol dos bolas de un rojo furioso flotando como farolitos chinos, los libros de regalo, el helado a discreción. Y las fracturas, andar de acá para allá con el brazo enyesado y que los del grado te fueran escribiendo sus nombres a medida que el yeso se iba ensuciando y las puntas deshilachándose. Nunca tuve uno, pero me hubiera gustado. En general los quebrados siempre eran los varones, supongo que porque sus juegos eran más arriesgados que los de las chicas.

También estaban las enfermedades de verdad, que no eran las de los viejos ni las de los niños. Mi madre fue enfermera antes de ser maestra. Además de su trabajo en el sanatorio del pueblo, hacía inyecciones a domicilio, cuidaba pacientes que estaban en sus casas. En una época cuidó a un muchacho que tenía cáncer. Creo que se llamaba Ricardo. A veces yo la acompañaba, cuando era solo darle una inyección y quedarse charlando un ratito. Estaba muy delgado y usaba anteojos. Estaba estudiando en la facultad cuando se enfermó y tuvo que volver al pueblo y a la casa de los padres. Su pieza de adolescente se había convertido en una habitación de hospital, con una cama ortopédica que se subía y se bajaba, sosteniendo el esqueleto cada día más frágil y más pálido del chico. Los tubos entraban en sus brazos más flacos que los míos, que tenía diez años entonces. A veces se hacía de noche y el olor a la comida que estaba preparando la mamá del muchacho se mezclaba con el olor a medicamentos. Él no tenía hambre, casi no comía. A veces nos invitaban a comer pero mi mamá siempre decía que no y salíamos a la calle, ya oscura, yo de su mano. Siempre salíamos tristes porque su paciente se iba apagando despacio. Antes de irme a dormir, le pedía a Dios que lo curara, aunque mi mamá decía que ya no era posible. Que lo sanara y volviera a la facultad y fuera abogado y se casara con la novia que, al parecer, ya lo había dejado.