“No, no... Estoy demasiado tiempo en silencio y lo que yo necesito es tocar, ¡tocar sin parar!”
Niccolò Paganini (1782-1840) a Héctor Berlioz, sobre su obra Harold en Italia.
Nuestro dorado Lionel Messi, como Niccolò Paganini o cualquier virtuoso de abrumadora técnica, brilla sólo en contacto con su instrumento. En ese momento se ilumina; parece rozar la perfección, la omnipotencia creativa. Su violín es la pelota. Sin ella se diluye; de ansiosa expectación en la cancha, de tímida opacidad fuera de ella. Gente como él no suele dejar escuela. Rompen moldes. Son únicos; tan irrepetibles como Garrincha, Hendrix, Corbatta, Charlie Parker, George Best, Nijinski, Houseman o Caruso (Enrico, no Lombardi). Talento en estado puro.
A ver, trataré de explicarlo mejor. Ténganme paciencia.
El Alfredo Di Stéfano del primer romanticismo musical fue Beethoven, decidido a quebrar las reglas del clasismo para encontrar una nueva expresividad. Detrás de él surgiría la flamígera corriente del siglo XIX, seguramente la más grande conjunción de genios de toda la historia. Sus Pelé, Cruyff o Zidane –adoradores las formas puras, intimistas–, fueron Schumann, Meldelssohn y Brahms; sus Maradonas –muy comprometidos con lo externo–, Wagner, Berlioz y sobre todo Franz Liszt, un enorme compositor y pianista exquisito. El torturado Chopin era un término medio entre ambas corrientes; extraña mezcla de Riquelme en su mejor momento y este melancólico Ronaldinho de hoy. O algo así.
Si el popular Rossini era como los Rolling Stones, en permanente y exitosa gira; el Jagger de ese tiempo –el superstar– fue Paganini, un solista de digitación asombrosa, oído absoluto, melena ensortijada, palidez extrema, nariz prominente, dedos larguísimos y rigurosos trajes negros. Para el riguroso Schumann era apenas otro “filisteo” de la música, un virtuoso sin rumbo. Lo cierto era que el público de Europa –especialmente las mujeres, aunque se lo veía desaliñado y decididamente feo– moría por el “violinista del diablo”. Verlo tocar era impresionante.
Las historias que circularon sobre Niccoló fueron infinitas y él jamás se preocupó por desmentir ninguna. Alguna vez, cuentan, de jovencito ganó una competencia de violín tocando una partitura imposible, leyéndola a primera vista y... ¡dada vuelta sobre el atril! Ya famoso, durante un concierto en Milán, juran que terminó uno de sus 24 caprichos tocando en una sola cuerda después de que su vehemencia fuera rompiendo las otras tres. Alguna gente huyó espantada de la sala: lo creyeron poseído por el demonio. Esa fama lo persiguió hasta su muerte. Tanto que el obispo de Niza se negó a darle cristiana sepultura al cuerpo del “pecador Niccoló” cuando finalmente lo quebró la enfermedad el 27 de mayo de 1840. Desventajas de ser tan bueno.
Messi es un chico y todavía puede crecer, pero aún está a años luz del heroico –y trágico– espíritu maradoniano. Es, nadie lo duda, un solista deslumbrante, un ensimismado, la llave que abre cualquier puerta; pero no un líder. Bastante lejos de ese encapsulamiento, los indomables Gago y Mascherano sostienen la mística grupal más allá de sus enormes virtudes, algo menos hipnóticas a la vista. Riquelme, ya en una etapa otoñal, es la reflexión, la pausa, el silencio. Ninguna de esas cabezas fue diseñada para albergar la corona de rey. ¿Y el Kun Agüero? ¿Qué decir del yerno de Dios?
Personalmente –y aunque suene sacrílego–, lo creo potencialmente más jugador que Messi; sobre todo desde que mis rezos fueron escuchados y por fin abandonó su amado Independiente, no sin antes destrozar la cintura del pobre Crosa con sus amagues en una goleada contra mi pobre Racing que prefiero olvidar y más hoy, con el clásico en la garganta.
Agüero sabe buscar los espacios, llega al gol gracias a su potente rush final y a una habilidad más artesanal, con menos vértigo. Le quedan dos problemas importantes que superar. Primero, la omnipresencia del Sagrado Suegro y las odiosas comparaciones. Después, la cegadora luz de Messi, esa máquina de producir éxitos en masa, tan capaz de opacar al competidor más brillante. Un karma que han sufrido muchos: Clerc con Vilas, Froilán González con Fangio, Balbín con Perón, Galíndez con Monzón, Salieri con Mozart, Tony Bennett con Sinatra, Bioy con Borges y De Tomaso con el insólito Organo Fiduciario de Racing. Injusticias.
Messi parece arrastrar la resignada melancolía del desarraigo. Barcelona lo arropó, lo hizo crecer –literalmente–, y lo preparó científicamente para ser el mejor entre los mejores, no uno más. Mientras tanto, habitó mansamente esa tierra de nadie entre el “aquí” y el “allá”, mucho antes de sentirse parte del Olimpo de los elegidos. Demasiada soledad para un casi adolescente que gana por día más de lo que muchos argentinos de clase media alta facturan a lo largo de un año.
Sin embargo, cuando la pelota se acomoda obediente en el empeine de su zurda y él arranca su zig zag contra medio mundo, todo parece más sencillo y, sobre todo, posible. Eso se vio con pompa y fuegos artificiales en la goleada con baile que sufrió Brasil; y en cuentagotas y a ritmo de blues durante la tibia final contra Nigeria. Es que la verdadera patria de ese tímido muchachito de Arroyo Seco es ese manto verde de césped bien cortado. Se nota.
Allí, en la cancha y con su Stradivarius a mano, es cuando improvisa sus imposibles melodías a toda velocidad. Por fin habla sin parar, o asombra; y hasta es capaz de la felicidad antes de llevarse el oro del mundo.