Dos ríos. Uno, el sector privado (trabajadores, empresarios, comerciantes, pymes), reclamando una apertura del confinamiento. Hasta con riesgo. Ceden en salarios, ganancias, derechos. Desesperados, quieren volver a la actividad para no perder la ocupación ante el terror de una parálisis brutal que ya es algo más que incipiente. El otro río, el sector público: le toca registrar una actitud diferente, calma, confiada en un trabajo inamovible, sin mengua salarial –y algunos hasta demandando paritarias–, convencido de que poco y nada se le habrá de restringir, manteniéndose en casa con un statu quo sin límites.
Realidad ajustada. Los de un río, en general, pagan. Los del otro río, en general, cobran, si se acepta la grosera inspiración de los cánones liberales. Pero esas distinciones se empiezan a desbarrancar con la pandemia. El ajuste tan temido se precipita al mezclarse las aguas, no alcanza una negociación feliz con los acreedores externos. Tampoco parece salvar la crisis la instalación de impuestos extraordinarios, más imaginados en la retaliación política que en la solución económica. Alguien pareció detenerse frente a los dos problemas y, en apariencia, se morigeró el ministro Guzmán frente a los bonistas y descubrió que es bueno pertenecer al endemoniado FMI, porque si hay aumento de capital en el organismo, Argentina bien podría disponer de una cuota extra.
Mejor, entonces, suavizar las palabras. Con este jarabe realista, el Gobierno entregó su oferta de default encubierta, la tribuna no parece estar demasiado en contra. Al mismo tiempo, el tributo excepcional que se pensaba aplicar a determinadas fortunas tiende a desvanecerse antes de llegar al Congreso y, en particular, al Senado. Hubo un minué de Alberto Fernández sobre el tema. Sergio Massa acercó opiniones discordantes con la medida y la sorpresa, en apariencia, provino de la misma vicepresidenta, madre de Máximo, uno de los que auspiciaban la medida. De ese modo se integra al concierto de las naciones necesitadas, no se promueve como una excepción de corte caribeño.
Candado. A ver si, como se repite vulgarmente, es peor el remedio que la enfermedad. Ese mismo y tradicional slogan también empezó a debatirse por el cerrojo que el equipo sanitario oficial le impuso al Gobierno como criterio político. Si bien el candado, la cuarentena, por su instalación precoz logró impedir presuntamente una multitud de muertos para los primeros días de este mes –siempre ante la experiencia tardía de Estados Unidos, Gran Bretaña, Italia y España y el anuncio de uno de los expertos del consejo de infectología–, el operativo significó un frenazo devastador para la economía. Casi un choque. Y, por esas dañinas consecuencias, aparecen comprensibles reservas sobre la repetición de pronósticos funestos, en particular aquellos que se hicieron cuando la desidia y la ignorancia oficiales habilitaron a miles y miles de jubilados a lanzarse en manada a las calles para cobrar haberes en una jornada de pesadumbre.
Pero la curva siguió aplanada, pasó la fecha de la explosión y el episodio ha resultado una anécdota de terror. Claro que ese augurio tenebroso, fallido, puso en la superficie el costo dramático del cierre de la actividad económica, justo cuando algunos datos estadísticos muestran cómo se contiene y no progresa el número de internados en terapia intensiva. Los sanitaristas reconocen el cuadro, pero proceden con cautela: se niegan a otorgarle validez hasta que no haya, por lo menos, 40% de testeados. La actitud no es caprichosa: obedece a estudios ya realizados por científicos de Japón. No solo en ese delicado lugar de terapia han sido estables los afectados, tampoco se espiraliza la cantidad de muertos. Más de una discusión reflexiva merece esta información, objeciones sin duda, pero no aparece nadie que vislumbre una alternativa a la cuarentena. Quizás, sí, a su rigidez. Hay un abrumador señoreaje sobre el número de casos afectados, su obvio incremento por la amplitud de testeos que empiezan a realizarse, pero ese crecimiento no altera en forma significativa –al menos hasta ahora– la cantidad de pacientes. Faltan explicaciones, tal vez aún no las haya en la ciencia, se discurre sin certezas sobre desgracias (Guayaquil o Bergamo), o vastas poblaciones que aún permanecen poco tocadas (India). Si hasta el propio ministro González García parece sorprendido del reducido porcentaje de camas. Por la derivación y el análisis de estos datos, hay observaciones y requerimientos distintos: crece la presión de quienes desean descongelar la cuarentena, parte a parte, invocando un ejemplo desgarrador sobre la economía venidera y salud o viceversa: si el barco se hunde, no importa si primero lo hace por popa o por proa. Todos naufragan.
Frente a la obstinación médica, se pide una hechura de protocolos para descomprimir sin riesgo actividades, habilitar provincias o intendencias sin contagio –como al parecer hará Axel Kicillof– para volver al trabajo, obtener instrucciones particulares para las industrias, petrolera o frigorífica por ejemplo, el comercio o cualquier otro servicio. Pero a los profesionales de la medicina les cuesta aceptar que la economía es parte de la vida.
Camisa de fuerza. Con una terquedad superior, mientras, Rodríguez Larreta implementa una camisa de fuerza para los adultos mayores de 70 años con la excusa de protegerlos. Lo acompañan los servicios de salud, a los que esos mayores han pagado una cuota onerosa durante toda su vida. Ahora serán atendidos por “voluntarios”. Una segunda excusa para la prisión: hay que confinar a los viejos para que no colapse el sistema de salud. Justamente, aprisionar a quienes ni siquiera han sido testeados. Angela Merkel ya se había pronunciado en su país sobre esta iniciativa contra los longevos: “Es inaceptable ética y moralmente”.
Este desatino medieval se compensa, en cambio, con el avance del laboratorio (Gilead) que, hace 48 horas, trepó en Wall Street porque trascendió cierto éxito para neutralizar el virus con una droga (remdesivir). Faltan, sin embargo, pruebas para saber si sirve. En Argentina se produce, igual que el lunes próximo comenzarán otros ensayos para medir el impacto cualitativo y cuantitativo del Covid-19, que en 48 horas determina la cantidad y calidad del virus en el paciente. Un salto adelante, a la libertad. Al revés del campo de concentración para los viejos.