Al astrónomo Giordano Bruno (1548-1600) no le alcanzó con desafiar las creencias de su época afirmando que el Sol era una estrella más y no el centro del universo y postular que este debía contener un infinito número de mundos habitados por animales y seres inteligentes (lo que sería una proposición lógica que se deduce de la creencia actual en la existencia del multiverso), sino que además indagó con cierto interés en las condiciones del universo más cercano a nosotros mismos: el de nuestra propia mente como palacio o teatro de la memoria.
En realidad, no había que llegar al Renacimiento. La técnica la desarrolló en sus orígenes Simónides de Ceos, ¡pero todo comienzo queda demasiado lejos, como bien lo sabe Dios, a quien ya no descubrimos escondido atrás del Big Bang! Lo que hoy se sabe es que la memoria no es idéntica a sí misma e inmutable, no es ningún ser sino un algo que puede desarrollarse, es una función del cerebro ligada a la capacidad de recordar información ligada a una locación específica. Y como las locaciones no son solamente espaciales sino también temporales y emotivas, habrá de ser por eso que dicen que la estrella neurocientífica del firmamento del radicalismo tiembla de ira cuando le recuerdan que a principios de este siglo fundó un partido contra la política y pidió a los Estados Unidos que castigara severamente a nuestro país.
Volviendo a Bruno, propuso asignar una letra a un personaje o a un objeto y luego combinar esas letras en una “rueda de la memoria” que recuerda al Ars Magna de Raimundo Lulio. Luego mejoró la idea indicando que colocáramos hechos y personajes de la memoria en un anfiteatro o los anaqueles de una biblioteca imaginaria. El orden imperante permitiría la obtención rápida y a voluntad del requerido recuerdo. Claro que también hay que acordarse de acordarse, y hoy por hoy el recuerdo parece una prenda de la culpa y del arrepentimiento.