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El aumento de las populares

Papá, pará de hablar

Alan es como un sidecar de su viejo. Va pegado al cuerpo de su héroe favorito, esquivando otros cuerpos, rozado por las banderas que se le cruzan, contagiándose de los gritos que dominan la súper habitada calle del domingo. Gira con el afán de ver al vendedor de banderas, y siente el tirón que lo rescata de su absorta ilusión.

Victorhugo150
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Alan es como un sidecar de su viejo. Va pegado al cuerpo de su héroe favorito, esquivando otros cuerpos, rozado por las banderas que se le cruzan, contagiándose de los gritos que dominan la súper habitada calle del domingo. Gira con el afán de ver al vendedor de banderas, y siente el tirón que lo rescata de su absorta ilusión. Corre para emparejar los pasos más largos del hombre que se abre paso en la multitud. Gaseosa ahora no, en todo caso en el entretiempo, cuando papá busque en el bolsito los emparedados que prepararon juntos, antes del mediodía frugal. Hoy a su equipo, que es el mismo de su papá y su abuelo, de sus tíos y sus dos mejores amigos, lo pusieron a las dos de la tarde. Se creía que sería el viernes, pero el jueves dijeron que no, que va el domingo a las 2.
Alan sabe que no puede pedir nada ahora y menos una de esas gaseosas que chorrean por fuera de tan fresquitas que están.
José María, su padre, le advirtió con esa claridad que tiene para las malas noticias que este año la mano viene muy pesada, que la entrada cuesta mucho más que el campeonato pasado. Y subió el micro, y la gaseosa, todo, le dice. “¿Entendés?”
Al llegar, pasan entre los móviles de la televisión. “¿A vos te parece que estos ladrones sean los que se la llevan siempre?”
La frase no le está exactamente destinada a él. Es a todos y a nadie. Su padre quiere que lo oigan, pero no hay un interlocutor. Es nada más que la descarga de una bronca vieja, un grito desde la impotencia lanzado entre los obreros de la tele que la ligan sin merecerlo, mientras ponen los gruesos cables, acomodan cámaras al hombro y enarcan las cejas con expresión de “y qué tenemos que ver nosotros...”.
Algo leyó o escuchó Alan, no crean que está fuera del mundo. Se pregunta, por ejemplo, si la entrada no es barata frente a lo que sostuvo un señor de la AFA, que las entradas deberían costar mucho más todavía. Veinticuatro valen ahora. Treinta y siete, deberían pagarse. Lo dijo y se quedó lo más campante, serio, casi desafiante. Lo vio en TyC Sports al cabo de un programa muy divertido en el que los conductores jugaban a algo y se reían sin parar.
Y como si José María le leyera el pensamiento, aumenta la apuesta. Menciona chorros, da nombres, le saca jugo a la protesta. Y se la agarra con el Gobierno. El vio, en la empresa en la que trabaja por 1.200 pesos en mano cada mes, cómo entraban los de la AFIP a dar vuelta los cajones, a preguntar por todo. Sabe que hay represalias para los que aumentan precios. No les dan luz y se la tienen que bancar. Los amenazan, los prepotean, los ningunean. “Y a estos bucaneros no les dicen nada. Patente tienen estos piratas del fútbol y la televisión.” A él no le aumentaron un 60 y pico por ciento como a las entradas. Le dijeron que la vida aumentó un ocho, y que se conformara con el diez. “Y a llorar al cuartito, a protestarle a magoya.”
Menos mal que por ahora tu hermano es chico para venir a la cancha, le dice José María. Y Alan cree entender que si no fuese así, él no estaría ahora mismo entrando por esa puerta grande al fascinante mundo del estadio. Que crezca el otro, en algún lugar tiene contra. Eso entiende, y da la primera materia en el arte de aprovechar el momento.
No podrá ir al baño, verá el partido entre cabezas que se mueven adelante, una parte de la cancha está tapada por las banderas y sin embargo no comprende todavía por qué para su viejo la tarde no es una fiesta como lo es para él. Algo no funciona, por culpa de los setenta pesos de los que habla José María. Ahora hay más gente que se prende en la conversación y todos están enojados.
“En vez de pedirles más plata a los chorros de la tele, nos masacran a nosotros, siempre lo mismo.” “Van todos prendidos, son una banda.” Uno se hace bocina con las manos y grita hacia los palcos de dirigentes del fútbol y la televisión. Pobre, no sabe que no van. Unos están de viaje visitando grupos inversores. Otros van a Suiza, la tierra de los bancos escondedores. En todo caso, algún testaferro oye las proclamas.
“Lo que quieren es que no vengamos, ¿no te das cuenta? El negocio lo hacen cuando te quedás en casa mirando la tele, pagándoles a ellos.” “Si no fuera por el pibe que se muere por venir, minga me iban a tener acá.” Alan aprecia el gesto, pero quisiera que la terminen, que disfruten de las tribunas coloridas, que salten como él y aprendan los mismos cantos. En algún lugar de su cabecita sabe que nadie escucha a esos hombres que se sienten estafadores, víctimas de las complicidades. Aún falta tiempo para entender la cadena de complicidades. Hay algo críptico todavía en la relación que escucha del Gobierno, de la televisión, de los diarios poderosos, de los canjes de servicio, del “te doy el monopolio pero cuidame los títulos de la tapa, dame un partidito para Canal 7 y hacé lo que quieras”.
Ahora salen los equipos y en la fantasía de Alan, la tarde parece flotar, el sol es lo más lindo del mundo y esa camiseta allá abajo le da coraje. Papá, mirá. Pará de hablar. Están saliendo.