Marie–Jeanne Roland de la Platière (1754-1793) fue la esposa de Jean Marie Roland, un influyente revolucionario francés de la Gironda (es decir, el grupo más moderado dentro de la facción revolucionaria). Se le atribuye haber pronunciado la frase: “¡Oh Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”, mientras iba camino a la guillotina tras haber denunciado el régimen del Terror de los jacobinos. Dos días después, en Lyon, se suicidó Jean Marie Roland.
La frase no sólo sirve para parafrasearla (“¡Oh revelación de Snowden, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”), sino también como eje sobre el cual pensar las movedizas relaciones entre el “orden” mundial y las venturas y desventuras de quienes poblamos el planeta, desde el más desheredado al más copetudo.
Lo cierto es que, desde que el 5 de junio de 2013 el diario inglés “The Guardian” reveló que la NSA (Agencia de Seguridad Nacional norteamericana, por sus siglas en inglés) controlaba el rastro de las llamadas telefónicas de los clientes de Verizon (compañía global de banda ancha y telecomunicaciones), hasta hoy, los gritos y susurros de Edward Snowden –consultor tecnológico, informante, ex empleado de la Agencia Central de Inteligencia y de la Agencia de Seguridad Nacional– no han cesado de causar efectos. No es sólo lo que dijo, sino lo que los demás hicieron, están haciendo y harán consecutivamente.
“Todo lo que quise intentar lo he conseguido” declaró –melindroso– a “The Washington Post” en vísperas de la Navidad 2013. Y añadió, siempre en Nochebuena, al mismo “WaPo”: “Yo no quería cambiar la sociedad, sino dar a la sociedad la posibilidad de decidir si quería cambiar ella misma”. Había empezado su carrera irresistible aludiendo a Émile Zola: “la verdad está en marcha y nadie la frenará”.
¿Héroe o villano? ¿Leal o traidor? ¿Para la libertad y el derecho a la privacidad de los individuos o en contra de la seguridad de su país? Estos pareados adversativos hacen furor en Estados Unidos. La industria cinematográfica ya urde una versión ajustada de lo que fue “Regreso sin gloria” (sobre Vietnam, con Jane Fonda y Jon Voight), “Bowling for Columbine: Un país en armas” (documental de Michael Moore sobre el armamentismo) o “Malas noticias” (sobre la crisis del 2008, con William Hurt y Edward Asner). Mientras tanto, ponerse exactamente debajo de los reflectores es la mejor malla de protección de Snowden, en un sentido biológico. Y no sólo hablando con los medios de comunicación: hay orejas más cuantiosas que las multitudinarias. No lo fue Hong Kong pero parece serlo Moscú. Hasta ahora le está yendo un poco mejor que a su predecesor Daniel Ellsberg (ex analista de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos que, mientras trabajaba en la Corporación RAND filtró a “The New York Times” los llamados “Papeles del Pentágono”), bastante mejor que a Julian Assange (portavoz de WikiLeaks, refugiado en la embajada de la república de Ecuador en Londres) y mucho mejor que a Chelsea Elizabeth Manning (ex soldado Bradley Manning, que filtró los “Diarios de la Guerra de Afganistán” y está preso en la cárcel militar de Fort Leavenworth, Kansas).
Némesis, en la mitología griega, es la diosa de la justicia retributiva y la venganza. Castigaba a los desobedientes y vengaba a los amantes desgraciados por la infidelidad de su pareja. Toda actividad secreta se cruza con ella cuando queda expuesta a los ojos de todos. La historia está llena de momentos así y es imprevisible lograr sortearlos cuando se manipulan ciertos materiales. Los mexicanos tienen un dicho bonito: “si no te toca, aunque te pongas; y si te toca, aunque te quites”.
Snowden exhibió sin lingerie los programas de captación de datos que la rama Ejecutiva de los Estados Unidos había desarrollado junto con los gigantes de internet, los mecanismos de recopilación de llamadas telefónicas, los ciberataques sobre China –y sobre mandatarios de tantos países que es ligeramente vejatorio no figurar en la lista–, el espionaje a empresas extranjeras. La administración Obama escuchó cómo Némesis ponía en evidencia la dimensión, la capilaridad, la ausencia de inspección y la falta de control jurisdiccional y parlamentario de las técnicas de vigilancia del Estado norteamericano. En nombre, por y para la libertad, por supuesto, homenaje rendido a Marie–Jeanne Roland de la Platière
Las reacciones siempre son más insufribles que las cavilaciones. La Casa Blanca arrancó afirmando que todos los gobiernos realizaban prácticas semejantes, pero dobló quemando caucho para jurar que el gobierno no estaba al tanto del alcance de las actividades de sus servicios de inteligencia. “The Old Gray Lady” (“La Vieja Dama Gris”, “The New York Time”), en un editorial, las calificó de soslayo de “excusas patéticas”.
Entre otras visitas de Jinetes del Apocalipsis, Obama vio dinamitada su promesa de comienzos de gestión consistente en que la suya sería la Administración “más abierta y transparente de la historia”; transformó en papel moralmente mojado la exigencia a Pekín para que cumpliera con las normas internacionales en materia de ciberespionaje; avinagró el progreso de las negociaciones con la Unión Europea para suscribir un acuerdo de comercio e inversión; retuvo en Brasilia a Dilma Rousseff, quien pensaba deleitar al Presidente norteamericano con “fofocas entre os parceiros” –chismes entre socios–. Una tragedia, si no fuese porque las hay peores y nuestras.
A fines del 2013, un tribunal federal de Washington puso en duda la constitucionalidad de las prácticas mostradas por Snowden (juez Richard Leon); las llamó “orwellianas”. El Departamento de Justicia apeló. En enero de 2014, el juez neoyorquino William Pauley sostuvo que el programa de recopilación de metadatos de la NSA –identidad, duración o lugar desde donde se produjeron las comunicaciones– constituía una “medida de contención” adoptada por el gobierno tras los atentados del 11–S para evitar análogos ataques terroristas. La Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) recurrirá la sentencia. Hay una Corte Suprema de los Estados Unidos al final del camino. También existe un “tribunal secreto” llamado “de Supervisión de Inteligencia Extranjera” que se pronunció más de treinta veces a favor de cualquier tipo de intromisión, pero diferimos su análisis para otra entrega (u otra vida).
Mientras todo esto sucede, el Presidente Obama se apresta a reformar “el espionaje para hacerlo más confiable”, y prepara anuncios. Los especialistas juran que la filtración ha llevado a los grupos terroristas a idear métodos que hacen sus comunicaciones más difícilmente interceptables, temen que los 20 mil documentos “snowdenianos” estén siendo manipulados por Rusia y China –temor más que sensato– y se abstienen de opinar sobre la indignación internacional por no ser área de su conocimiento específico. Se especula con que el ordenador cuántico de la NSA en progreso pueda descifrar cualquier contraseña, incluso las de más alta seguridad. La diferencia entre la computación cuántica y la corriente, es que mientras la última usa el sistema binario –ceros y unos–, la primera usa los “bits cuánticos”, que son al mismo tiempo ceros y unos. En tanto las computadoras no cuánticas hacen un cálculo por vez, las cuánticas saltean cálculos innecesarios y hallan lo que buscan más rápidamente. Sin embargo, hay miembros de la comunidad científica que dicen que la NSA no está más cerca del objetivo que ellos. Es difícil que Snowden haya sido capaz de pensar que iba a ser capaz de suscitar celos.
Apenas conocido el cataclismo, el Presidente Obama declaró que Snowden había hecho “un daño innecesario a los servicios de inteligencia y a la diplomacia de los Estados Unidos”. Pensando Marie–Jeanne Roland de la Platière camino de la guillotina, musitando ““¡Oh Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”, nos preguntamos: ¿podría explicarnos a los latinoamericanos, señor Presidente, cuál es su concepto de un “daño necesario”?