David Swanson, escritor norteamericano nominado al Nobel de la Paz, cree que el cargo de presidente de Estados Unidos no está disponible para ser ganado en elecciones; está a la venta.
Esa afirmación –que, como toda simplificación, acierta al mismo tiempo que exagera– es la reverberación de una característica que va ganando terreno como estrategia preponderante en la competencia por cargos electivos en Norteamérica y que se resume en los métodos de financiar campañas, las leyes que los reglamentan y los límites a los montos que aportan individuos, corporaciones y organizaciones sociales.
Hay dos tipos de colectivos que reúnen fondos: los PAC y los Súper PAC. Ninguno de los dos, hasta hace pocos años, podía superar determinadas sumas, que han sido drásticamente modificadas al alza por las últimas decisiones de la Corte Suprema.
Un PAC (Comité de Acción Política) puede aportar hasta 15 mil dólares por partido y por año, 5 mil por candidato y por elección, y 5 mil a otro PAC. Pero esta regla básica, luego de una serie de decisiones judiciales, se flexibilizó al punto de que los PAC han fomentado un ovillo de estudios de abogados especializados en encontrar lagunas ricas, donde “pescar” cardúmenes de modalidades para eludir la letra.
Otra es la historia con los Súper PAC (conocidos como Comités de Gastos Exclusivamente Independientes); éstos pueden financiar candidaturas determinadas. En las elecciones de 2012, por ejemplo, el Súper PAC “Restaurar Nuestro Futuro” aportó 40 millones de dólares a la campaña de Mitt Romney.
La mayoría de los fondos de los Súper PAC provienen de aportes individuales, y según datos suministrados por el Center for Responsive Politics, los cien donantes individuales más pródigos en 2011-2012 habían desembolsado más del 80% del dinero recaudado. Así, en febrero de 2012 la suma reunida llegaba a los US$ 98.650.993.
Por cierto, los especialistas en triquiñuelas procesales e interpretaciones favorables a una lectura elástica de la ley habían conseguido abrir varias ventanas por donde “colarse” y hacer admisibles aportes mayores. Palabras que, como el Ralph Dibny de Flash, tienen la capacidad de estirar sus extremidades a grandes distancias.
Pero los caramelos de los lobbies ascendieron a manjar celestial cuando la Corte Suprema de Justicia, en fallo del 2 de abril de 2014, decidió por cinco votos contra cuatro que los límites a los montos previstos por la ley violaban la Primera Enmienda de la Constitución y los eliminó para las cantidades de las contribuciones individuales.
Los jueces disidentes (Breyer, Sotomayor, Kagan y Ginsburg) afirmaron por su parte que “la decisión de hoy destripa nuestras leyes de financiamiento de las campañas electorales, dejando (sólo) un residuo normativo incapaz de lidiar con los graves problemas de legitimidad democrática que supuestamente esas leyes tenían que resolver… permitiendo además a un solo individuo contribuir con millones de dólares a un solo candidato”.
El fallo del tribunal anterior, cuya decisión se apeló ante la Corte, ya había dictaminado que “el gobierno puede justificar los límites (a los montos) como medio de prevenir la corrupción o la apariencia de corrupción o para prevenir modos de eludir los límites”.
Luego de la sentencia, un nutrido grupo de ambientalistas, organizaciones defensoras de los derechos de los votantes, sindicalistas y otros pro reformas del gobierno manifestaron frente al edificio de la Corte Suprema, en Washington. Pero la sentencia es norma, y será el patrón que se utilizará para los aportes destinados a cubrir los ingentes gastos que deben afrontar quienes compitan por los cargos el primer martes de noviembre de 2016.
Los manifestantes volvieron a convocarse para criticar el Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP) por amenazar puestos de trabajo domésticos, no proteger a los jornaleros del extranjero, socavar la libertad de expresión en la web y desinteresarse del medio ambiente. La impresionante mayoría que resolvió en el Senado dar vía libre sin más al TPP (65 a 33) fue nutrida por los US$ 17.676,48 que en promedio y por senador recibió en materia de donaciones relacionadas (The Guardian).
Para la elección ya hay 15 candidatos republicanos y seis demócratas. Detalles como que los norteamericanos podrían elegir a su primera mujer presidente –Hillary Clinton (demócrata)– o al primer presidente cuyo padre y hermano fueron ya presidentes (republicanos) no tienen otro valor que engrosar la lista de preguntas para concursos de ingenio de dentro de unas décadas.
Otros datos agregan sustancia a una observación más inquietante, como el fenómeno de homogeneidad programática cuasidinástica que se da con la sucesión de las familias Bush y Clinton en la cúspide del poder político norteamericano. La señora Hillary está algo lejos del compromiso democrático del presidente Roosevelt con las carencias de los norteamericanos de los años 30, o de la resuelta definición de políticas diferenciales de los presidentes Johnson y Carter. Botón de muestra de su fornida ambigüedad fue su declaración de hace unos días, cuando se refirió a la matanza de nueve negros por un blanco de 21 años. Dijo que hace falta legislar de manera “sensata” para “que se respete” a los “propietarios responsables de armas”. Así nomás.
Incluso Obama, quizá recordando los asesinatos del presidente Lincoln y de su hermano racial Luther King, insistió con que luego de 13 definiciones suyas referidas a matanzas y abusos de armas, creía que con la del templo Emanuel de Carolina del Sur había llegado “la hora de una ley federal sobre tenencia de armas”. Ojalá lo logre, porque su último intento de prohibir el uso de rifles de asalto –luego de la masacre de Sandy Hook en 2013– no pudo superar la barrera del Senado, influenciado por los lobbistas de la poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA).
Detrás del costo de la política, el poder del dinero. Detrás de la pulsión por seguir permitiendo el uso de las armas… también el dinero. Como en aquella canción de Joel Grey que interpretaba Liza Minelli en Cabaret, “ese sonido ‘clinking clanking’/ hace girar al mundo”.