En la mejor literatura argentina reciente, la lección está bien aprendida: los sucesos de la agitada vida social y política del país se presienten, contaminan el relato y los trazos de sus personajes, son un telón de fondo que les otorga significado a las historias, pero que no las ahoga bajo el peso de sus referencias. Los ejemplos son variados (hay algo o mucho de ello en las publicaciones de Florencia Abbate, Juan Terranova, Oliverio Coelho, Washington Cucurto o Matías Capelli, por poner apenas unos ejemplos) y ese eco también resuena en el último libro de Eduardo Muslip, Phoenix. Muslip nació en Buenos Aires en 1965, es licenciado en Letras y docente universitario, publicó las novelas Hojas de la noche, Fondo negro. Los Lugones y Plaza Irlanda, y los relatos de Examen de residencia y La vida perdurable. Phoenix está compuesto, a su vez, por cuatro relatos, Cartas de Maribel, Diciembre, Paraguay y Air France, y la sensación de unidad del libro está dada en que en los tres primeros (e intuimos, también en el cuarto, pero de manera más difusa) el protagonista es el mismo: un egresado de la carrera de Letras que viaja a cursar un doctorado a una ciudad impersonal de los Estados Unidos, al tiempo que trabaja como profesor de español con alumnos nativos.
El narrador de los relatos de Muslip abandonó el país, aunque nunca se lo diga de manera explícita, luego de diciembre de 2001. Y disfruta y a la vez sufre esa sensación de estar afuera y adentro, siempre un poco desplazado y en movimiento: desde ese lugar conoce a los que serán los protagonistas de las historias que escribe, desde ese lugar recuerda y reflexiona sobre la Argentina (ese nombre que suena aún más extraño pronunciado desde una ciudad de Arizona, al borde del desierto) y sobre su ciudad: “Buenos Aires entera se levanta de mala gana, creo. Va tomando más vitalidad durante el día, y a eso de las siete de la tarde es un caos; mientras la noche avanza le cuesta desacelerarse, y cuando la actividad debería terminar se vive cierta inquietud, una cierta disconformidad por los resultados del día, con lo que todo se aquieta demasiado tarde”. Muslip se refirió hace poco, en una entrevista, a ese sentimiento de estar descentrado que adopta su narrador y que atraviesa todo el libro: “Una de las cosas que quería marcar es esa cosa de tránsito, de desarraigo, por eso también el escenario es la Buenos Aires de, más o menos, 2001. Había una sensación de fuga, de fin de siglo y de no muy claro comienzo de uno nuevo”.
Hay una tensión no resuelta en el protagonista de los relatos y su entorno (una ciudad de sol calcinante, amplios espacios, poca vida social) y las personas que lo rodean, que no es más que la configuración geográfica del mundo actual: gente que va de un lado a otro en búsquedas inciertas, esperando dar un paso más en el camino que la acerque al futuro personal o profesional deseado. Un mundo en el que los latinos quieren integrarse y pertenecer, como sea, a esa sociedad deslumbrante y un poco estúpida como es la estadounidense, y los nativos se comportan con ellos con una mezcla de desconfianza y condescendencia. Un universo donde las dificultades para establecer una relación sentimental se hacen evidentes, donde la felicidad es pequeña, fulgurante y efímera. Donde la tristeza es como el residuo del café mal filtrado, disimulado en el fondo de la taza pero persistente: por más que intentemos no verla seguirá allí, como la propia vida.