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Pasos en el desván

Lástima que ya no hay desvanes. Bohardillas, digo. O en todo caso altillos, sotabancos, sobrados o no me acuerdo de cuántos sinónimos más. Hay que andar mucho, por barrios muy decaídos, para encontrar una casa grandota en la que allá arriba se adivina un espacio entre el cielo raso del último piso y el techo.

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Lástima que ya no hay desvanes. Bohardillas, digo. O en todo caso altillos, sotabancos, sobrados o no me acuerdo de cuántos sinónimos más. Hay que andar mucho, por barrios muy decaídos, para encontrar una casa grandota en la que allá arriba se adivina un espacio entre el cielo raso del último piso y el techo. Un espacio en el que se puede adivinar todo. Un espacio de misterio, eso es lo importante. Ahora las casas se hacen con lo imprescindible, y lo imprescindible ha llegado a ser descartable. De los departamentos ni hablemos. En todo caso, si son caros carísimos y amplios amplísimos, tendrán una cosa llamada baulera pero la baulera no es un desván, ni necesidad que hay de aclararlo. Para empezar, la baulera está en el sótano o en el estacionamiento subterráneo, y ahí no hay misterios sino olor a chapa y a aceite y, muy pocas veces, a naftalina. Para seguir, la baulera es para eso, para guardar baúles. Baúles, valijas, sillas plegables, bicicletas hasta que llegue el próximo verano, a lo mejor una caja de herramientas y un almohadón viejo. Para volver a seguir, la baulera no tiene ventanas: es una cosa compacta y sin ojos. Tampoco tiene oídos. Y para terminar, es fría, cosas que son su inconveniente y su pecado más notables. La baulera es el presente medio echado a perder: pareciera que tiene que venir el forense y dictaminar: “Espichó hace una semana”; perdón: “Falleció hace entre tres meses y cinco días a partir de la fecha”.
El desván, en cambio, es el pasado que florece. El desván es novelesco y, si me apuran, poético. Hay cajas llenas de viejas fotografías de señoras que nadie sabe quiénes fueron. Hay un maniquí desconsolado. Hay un caballito de madera rengo y agujereado; un par de botas descuajeringadas, un caleidoscopio que ha perdido sus piedritas de colores, una cámara fotográfica destripada. Y todo está cubierto de polvo y por las ventanas se ven el jardín, la costanera y más allá el mar. Pero sobre todo, hay que pensarlo de noche, cuando se oyen pasos suaves allá arriba en el desván y el pavor entra en los dormitorios. Abajo, la baulera bosteza. Arriba, alguien baila el vals del adiós.