El año termina bajo el signo de los cortes de energía y los déficit fiscales de las provincias. Como para disipar cualquier idea de que el país ha cambiado. No estamos coyunturalmente tan mal como hace diez años, pero estamos en muchos aspectos estructurales como hace treinta.
Hace pocos días, en una carta de lectores publicada en un matutino porteño, un dirigente del sector social -Norberto Rodríguez, de la Asociación Cristiana de Jóvenes- escribió algo que bien puede representar la voz de la calle, la palabra de un ciudadano que reclama que algo distinto suceda en el país: “no descubrimos nada nuevo diciendo que la Argentina padece un problema de gestión de características ciclópeas (…) un problema cultural que se agrava, precisamente, cuando gastamos tiempo y energías en negarlo”. Buena reflexión para dar sentido a un nuevo año.
Un problema de gestión cuya raíz está en la cultura política -o en la cultura a secas- se manifiesta en la interminable sucesión de problemas que no se resuelven y a la vez en la ausencia de políticas públicas para encararlos; consecuencia esperable es una ciudadanía irritada y cansada. Si la demanda ciudadana a su dirigencia política fuese: “por favor, dígannos como piensan arreglar este lío que es la Argentina, propongan qué harían, discútanlo entre ustedes pero hagan público el debate para compartirlo con la sociedad”, entonces podría concluirse que el problema se circunscribe al plano de la política. Si, como muchos piensan, la sociedad no demanda tal cosa sino, más bien, discursos y soluciones inviables, en alguna medida mágicas, entonces la conclusión es que debemos estar marcados por un sino que nos lleva a la declinación del país que lleva largamente más de medio siglo.
En cualquier caso, la próxima jugada toca a los políticos; ellos tienen la pelota. Muchos ciudadanos esperan de ellos a la vez propuestas, capacidades para gestionar lo público y capacidades para liderar políticamente al país. Muchos otros piden a los políticos que se unan, que se pongan de acuerdo; es un camino que puede llevar a algunos acuerdos importantes pero que no llegan al plano de las políticas de gobierno. Como bien lo plantea Luis Alberto Romero en un comentario de hace pocos días, analizando los procesos políticos que rodearon las décadas de nuestra organización nacional -que fueron por cierto muy conflictivos-, los grandes consensos son el punto de llegada y no el punto de partida de esos procesos. El país necesita menos consensos que ideas -aunque sean contrapuestas- acerca de cómo enfrentar sus problemas. Los acuerdos que hoy pueden tejerse se refieren básicamente a lo que no hay que hacer -esto es, no poner en riesgo el andamiaje institucional, no abusar del poder, asegurar más transparencia-; hay pocos acuerdos entre los políticos acerca de lo que piensan que habría que hacer para sacar al país de su atolladero.
La agenda de problemas que están esperando políticas públicas para encararlos es vasta. Problemas de todos los días que afectan la vida cotidiana de millones de personas, problemas de fondo que en lo esencial no están resueltos, un país que ha logrado ser visto por el resto del mundo como irrelevante o como problemático, de todo eso se habla poco en los ambientes políticos -o, si se habla, lo que se dice no se escucha en la calle-. Se habla mucho, en cambio -además de los problemas del día a día- de lo que sucederá en 2015, de las candidaturas presidenciales, de quienes de los presidenciables que hoy se avizoran tienen más chances y quienes menos, si Cristina será candidata a algo -que ella, desde luego, desmiente-, si Capitanich dispone todavía de suficiente espacio de acción o no, de los conflictos internos en el radicalismo… Siempre, en la Argentina, la atención está enfocada en el presente y en el corto plazo, raramente en el rumbo.
En este contexto, el Gobierno no logra retomar la iniciativa. Nadie la tiene. No hay una hoja de ruta. No hay un conjunto de ideas fuerza para una Argentina sustancialmente mejor que ésta. El kirchnerismo cumplió diez años y algo más en el ejercicio del gobierno y no puede cosechar mayores frutos; pero tampoco hay otros preparados para recogerlos. Los votos que a partir de 2003 adhirieron a propuestas de nuevos enfoques y avalaron los subsidios a los servicios públicos hoy se transmutan en enojo, malhumor y violencia de ciudadanos sin representación. Más de uno, en el espacio del Gobierno, está pensando que más valdría empezar de nuevo. Pero lo cierto es que se acabó el tiempo de la experimentación. El país debe volver a ser parte del mundo, a manejarse con los enfoques estándar en este mundo. ¿Quién puede liderar ese cambio?
Y así llegamos al final del año. Todos nos deseamos un feliz año nuevo; circulan mensajes que lo expresan con distintas palabras, con distintos contenidos, no pocos de ellos referidos al país y lo que deberíamos esperar para 2014. Mi expectativa es que empecemos el año en calma, no digo sin quejarnos y mucho menos negando los problemas, pero sin contribuir a un mayor deterioro de lo público. Es difícil, porque vivimos en tensión permanente. Es frecuente en nuestro país que la transición de un año a otro nos depare alguna sorpresa desagradable: saqueos, como ya sucedió este año, conflictos sociales o gremiales no anticipados, problemas políticos fuera de agenda. Los dirigentes políticos, además de desear un feliz año, podrían empezar a hablar seriamente de propuestas -alguno que otro lo hace- y así alimentarían algunas expectativas positivas. El Gobierno podría hacer algo que habitualmente no hace: analizar riesgos, disponer de alternativas; no enojarse cuando aparecen esos problemas, no repartir culpas a diestra y siniestra, no negar que lo que sucede, sucede, sino simplemente actuar como si lo que va a hacerse hubiera sido efectivamente pensado de antemano. Los empresarios llaman a eso anticipación estratégica de crisis. Algo de eso necesitamos.
Y por cierto, deseemos a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que habitan el suelo argentino -uno de los cuales es quien esto escribe- un feliz año nuevo.