Lo único que le faltó decir al Gobierno esta semana fue que el calor es destituyente. Lo demás, fue la apología de la contradicción y la confusión. Un día Jorge Capitanich dijo que había que pensar en aplicar cortes programados y rotatorios de electricidad y al otro, no tuvo empacho en desdecirse.
“Definitivamente incorrecta de mi parte”, señaló sobre su frase. Un día dijo que habían habido inversiones pero que el problema era el crecimiento económico y al otro, expresó que esas inversiones faltaban.
La imagen del jefe de Gabinete se ha desdibujado después de los episodios trágicos de Córdoba. En este movimiento pendular del kirchnersimo, la sobreexposición mediática del gobernador del Chaco en uso de licencia lo complica día tras día. Hablar para tratar de desmentir la realidad no es una metodología buena. La evolución de la imagen pública del jefe de Gabinete que muestran las encuestas, refleja claramente esa circunstancia. En los primeros días de su gestión, la evaluación positiva de su persona había crecido veinte puntos. A partir de aquella noche dramática que vivieron los cordobeses las cosas han cambiado: ya perdió diez.
La crisis energética será, tal vez, la herencia más pesada que dejará Cristina Fernández de Kirchner cuando cumpla su mandato y deje el poder. Paradojas de la vida de las que la Argentina está llena: la caída de la actividad económica producida en este último año ha ayudado a que los efectos adversos de esa crisis se amortiguaran un poco. La causa de este desastre es muy simple: la falta de inversiones. Es algo sobre lo que se viene hablando desde hace años y que el Gobierno conoce a la perfección. En 2003, un dossier en poder del secretario de Energía, Daniel Cameron, contenía información detallada sobre la materia. Las imágenes de la semana que pasó con vastas zonas de la Capital Federal y el conurbano bonaerense a oscuras y la gente en la calle haciendo sonar sus cacerolas en señal de protesta, no tienen nada que ver con la idea de una “década ganada” sino con las de un pasado reciente que ha vuelto.
Las novedades producidas en el caso Lázaro Báez han comenzado a generar zozobra en el centro del poder. Cuando el lunes pasado, Hugo Alconada Mon –un baluarte del periodismo de investigación– publicó en La Nación el contrato de alquiler de habitaciones en el hotel Alto Calafate –propiedad de la Presidenta–, por parte de Lázaro Báez, produjo conmoción en ese núcleo poderoso. Que el secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli, se haya visto obligado por Fernández de Kirchner a hacer declaraciones reconociendo la verosimilitud del hecho, fue un indicio de ello. Otro, fue la disparatada iniciativa de Báez de solicitar a un juez que dicte una cautelar con la finalidad de evitar que se difunda información sobre el asunto, en lo que constituiría –de ser concedido– un verdadero acto de censura previa expresamente prohibido por la Constitución Nacional en su artículo 14. Es evidente que el empresario K le teme al conocimiento de la verdad de su real vinculación económica con el matrimonio Kirchner. Así, por ejemplo, son numerosos los testimonios que aseveran que las habitaciones de esos hoteles permanecen disponibles durante la mayor parte del año. Una de las pocas constancias de ocupación la dan las tripulaciones de los aviones de Aerolíneas Argentinas que hacen escala en El Calafate. Como se sabe, el rubro hotelero es mundialmente conocido como uno de los más utilizados para el lavado de dinero.
Los allanamientos de las oficinas de Lázaro Báez ordenados por el juez federal en lo penal tributario Javier López Biscayart, conmovieron al poder. El magistrado es uno de aquellos a los que el Gobierno no ha podido doblegar. La verdad es que cualquier juez independiente que se animara, encontraría material de sobra para investigar los hechos de corrupción que comprometen seriamente a personajes clave del kirchnerismo. La novedad de lo sucedido en estos días es que el cerco ha comenzado a estrecharse. Investigar a Báez es investigar a los Kirchner es decir, a la Presidenta.
El hecho más incomprensible de estas horas ha sido el ascenso a teniente general de César Milani y su confirmación como comandante en Jefe del Ejército. El empecinamiento de la Presidenta no ha hecho más que consolidar el nivel de las objeciones existentes contra el controvertido general. Por su postura de cercanía al oficialismo, Milani hace acordar al general Alberto Numa Laplane, hombre cercano a José López Rega, que ocupó la jefatura del Ejército en 1974. En aquel momento, Numa Laplane, que hablaba del profesionalismo integrado, también quiso identificar al Ejército con el Gobierno. ¿Qué lo ha llevado al kirchnerismo a hacer la vista gorda ante las evidencias que dan sustento a las denuncias obrantes contra Milani? ¿Cuál es el favor que el nuevo comandante en jefe le está haciendo al kirchnerismo?
Se sabe que la Presidenta está absolutamente disconforme con el Servicio de Inteligencia del Estado (SIE) al que le reprocha, entre otras cosas, no haberle advertido acerca de la postulación de Sergio Massa que terminó siendo demoledora para la concreción del proyecto “Cristina Eterna”. Desde ese entonces, el Servicio de Inteligencia del Ejército, a cuyo cargo está Milani, ha ganado la confianza de la jefa de Estado. El hecho de que el jefe militar conserve el cargo junto con el de la comandancia en jefe del arma, es algo nunca visto en la historia reciente del Ejército, cuyo presupuesto para el área de inteligencia ha sido aumentado significativamente según se supo oficialmente el viernes último.
“El mismo gobierno que descolgó el cuadro de Videla, colgó el de Milani”, fue una frase con la que figuras referentes de distintas organizaciones de derechos humanos resumieron la profunda contradicción que representa el ascenso y la confirmación del general. Contradicción tan manifiestamente brutal que hace innecesario cualquier otro agregado.
Producción periodística: Guido Baistrocchi