En 1998, escribí una nota en Clarín titulada “Las mentiras del sistema penal”, en la que denunciaba las graves fallas legislativas que permitían la impunidad de la delincuencia, al amparo del mal llamado “garantismo”. Anticipaba allí que, si no se modificaban las leyes, llegaríamos a un nivel de inseguridad insoportable. Tiempo después, un sector de la conducción del Colegio Público de Abogados promovió contra mí una acción disciplinaria a causa de ese artículo periodístico. Los hipergarantistas querían penalizar la opinión, objetivo que no consiguieron gracias a la oportuna reacción del periodismo.
La situación hoy es mucho peor. No hay una persona que lo ignore.
Durante una conversación sobre recientes hechos de violencia en un área del Gran Buenos Aires, un joven oficial de Policía me decía que –debido a órdenes recibidas de una fiscalía– se había visto obligado a liberar de inmediato a un grupo armado a quienes sus compañeros de uniforme sorprendieron penetrando en una casa. Otro oficial –según su relato– se habría enredado en serios problemas judiciales por herir a un delincuente que le estaba apuntando con un arma, sólo porque su atacante no había disparado primero.
En comparación, los días demorados para liberar a un jubilado que mató a dos de sus agresores e hirió a otro –que estaban armados– revelan el estado de una Justicia enferma.
Los engorrosos requisitos legales para que un ciudadano común pueda tener un arma no se pueden comparar con la facilidad con la que los delincuentes la obtienen sin preocuparse por permisos reglamentarios.
La percepción popular de que quien hiere o mata en defensa propia es tratado con mayor rigor que los propios criminales concuerda con la indignante pero verificable realidad.
La dureza de ciertos funcionarios contra el que se defiende corresponde a un odio ideológico, no a una posición jurídica. Si se tratara de una posición jurídica, tendrían con quien se defiende la misma liviandad que emplean en favor de los agresores. Pero desde esa visión, el que se defiende exitosamente es un burgués con alma de represor que se ha salido con la suya y cuyo ejemplo no debe cundir.
La situación que vivimos hoy, en materia de seguridad, es peor que la de una anarquía. Si realmente hubiéramos llegado a una anarquía, cada ciudadano, consciente de esa situación, buscaría los medios para defenderse por sí mismo, adoptar acciones preventivas, organizar patrullas civiles, como todavía hoy se hace –frente a una autoridad incomparablemente más eficiente– en muchos poblados de los Estados Unidos y como –descartada la eficiencia de la autoridad– ocurrió la semana pasada en Villa Lugano, cuando los vecinos impidieron por la fuerza la ocupación de un predio por usurpadores.
Pero no, no hay anarquía. Lo que hay es un Estado que amarra las manos del honesto por detrás de su espalda, para que la delincuencia lo golpee impunemente en la cara.
Si en el fundamento de una nación existe algo que se parezca a un pacto social, ese pacto está roto en la Argentina. Hasta para el pensamiento pactista más proclive a la concentración de poder por el Estado, como el de Thomas Hobbes, el ciudadano se ve desligado del contrato cuando la autoridad no defiende su vida. El contrato está quebrado y el poder se sostiene ilegítima y únicamente contra la gente honrada. Para completar esa quiebra nacional, no sólo se tolera sino que se incentiva una inmigración indiscriminada que no distingue entre trabajadores y delincuentes.
En este contexto, el fallo de la Corte despenalizando la tenencia de drogas para consumo representó una señal nefasta en favor de la criminalidad; la antítesis misma de la función docente de la ley. Pero a los poderes públicos siempre les quedará el recurso de decir que la sociedad tiene la culpa, por su insolidaridad. Mientras tanto, ciudadano, si no quiere perder la libertad en manos de esos poderes, procure que el ladrón dispare primero y que tenga mala puntería.
*Abogado y escritor.