“La gente termina siempre por condenar a los que acusa.”
Honoré de Balzac
(1799-1850)
Para ir al teatro, se necesita cumplir con una convención elemental: hacer de cuenta por un par de horas que los actores son quienes fingen ser sobre el escenario, y aceptar esa ficción como una verdad. Esa construcción, esa mentira provoca la magia. La gente del espectáculo sabe lo importante que es cuidar la fantasía. Al menos, lo sabían. En los últimos tiempos las cosas han cambiado. El público se ha hecho cómplice pasivo del negocio. Acepta la trampa, consume todo –sea canto, baile o intercambio de insultos– y descarta enseguida, para exigir más. Todo, a años luz de lo naïf. Pasa en el fútbol, también. Mucho.
Juan Pablo Carrizo es, seguramente, el mejor arquero argentino. El lo sabe y quizá por eso se lo nota algo mareado por las alturas de la fama. Sin anestesia manifestó lo obvio: “El amor a la camiseta no existe más”. Lo dijo suelto de cuerpo, sabiéndose ya, en pocas semanas, en el arco de la Lazio. Nadie puede decir que faltó a la verdad. Llegar a un club grande ya no es un sueño. Es apenas una vidriera; una góndola de supermercado para la exportación. Así es el negocio.
Los hinchas son parte de ese negocio, o pretenden serlo. Hubo y hay ciclos de televisión dedicados a sus ritos y liturgias, que fueron simpáticas hasta la profesionalización de las barras, un fenómeno nacido hace más de 20 años, cuando la venta de droga y los aprietes políticos y sindicales empezaron a producir cada vez más rentabilidad. A la hinchada de Boca la llaman “El jugador número 12” y eso es toda una definición. Ese aliento, cuentan los propios futbolistas, aumenta la autoestima y provoca “miedo escénico” en los rivales. Gana partidos.
Los códigos inviolables del fútbol dicen que a los hinchas se les perdona todo, porque todo lo dan. Pero esos mismos nobles hinchas, con la excusa de la pasión, exigen despidos masivos si el equipo pierde o, en el caso de River, si deja de ganar. Insultan al técnico y a los jugadores, hacen pintadas, exhiben banderas, los llaman “delincuentes”. Los líderes más violentos suelen ser más directos: tajean las cubiertas de sus autos, destrozan parabrisas, los aprietan en los vestuarios o a la salida de los entrenamientos, los amenazan. Esos energúmenos de elite son una minoría, sí. Pero sus “batallas” son aprobadas por todos, aun con silencios cómplices. Esa es la verdad. Por eso tienen tanto poder.
Simeone se hizo “responsable” de la catástrofe contra San Lorenzo. No alcanzó. Le exigían “una explicación”. En realidad, lo que le pedían era un culpable, un perejil al estilo Lee Oswald; un villano que encaje perfecto en el guión de la tragedia y los aleje de la melancolía. Finalmente encontraron uno: Oscar Ahumada, uno de los jugadores más sanguíneos del plantel, un insospechado de “gallinismo”. El chico habló de más y fue multado. Todavía circulan cadenas de mails de hinchas furiosos que exigen su exilio, hubo escraches en su casa y pedidos de rescisión de contrato en la comisión directiva. Simeone, que lo considera fundamental, lo quiere en el equipo. Si juega, lo acompañará un coro de insultos.
En el siglo XVII Baruch Spinoza se enfrentó con la escolástica tomista y aun a la Mahamad de rabinos de Amsterdam afirmando que “Dios, o la naturaleza” era el Todo. Por eso fue maldecido “para toda la eternidad”. A ver, ¿cuál fue el pecado del pobre Ahumada?
Después de la doble lluvia de maíz –la boquense y la propia– y, al ver que los acusaban de no tener “mística copera y huevos como los de Boca”, Ahumada se enfureció y rompió una de las reglas de oro del negocio: “Nunca te tires en contra de la gilada”. Pero lo hizo, con honestidad brutal. “Cuando San Lorenzo se puso 2 a 1, el estadio enmudeció. Cuando más los necesitábamos, se callaron. Yo jugué en la cancha de Boca y aun ganándoles 2 a 0, su hinchada se nos caía encima...”. Acostumbrado a los cruces fuertes, el chico les devolvió la pelota. ¿Así que no tenemos la mística de Boca? Bueno: ustedes tampoco. Pecado mortal.
Tratar de arreglarla fue peor. Ahumada fue con los tapones de punta cuando supo de los pedidos de expulsión: “Que los dirigentes marquen mis errores, así yo opino de cómo manejan el club. Hay muchos problemas y la hinchada sabe bien de lo que hablo, por eso hay tanta pelea. Estoy cansado de callarme cosas...”. Lo que Ahumada parece sugerir es la estrecha relación, política y comercial, entre la barra y la dirigencia. Pases, concesiones, vueltos, esas minucias.
¿Miente Ahumada? No. Ese silencio, efectivamente, fue atroz. ¿Boca es diferente? Sí; no los suele acallar un gol en contra, al contrario. ¿Es tan importante eso? Da moral, pero los hinchas no juegan; Racing tiene una hinchada tan incondicional como la de Boca y pelea por no descender. ¿Fue injusto? Generalizar nunca es bueno. La gente llenó el estadio y alentó mientras ganaban, pero se paralizó ante la primera adversidad, como el equipo. Es que allí todos han vivido varias noches negras como ésa. Con este plantel y otros. ¿Entonces? Desde hace años, River sufre de ataques de pánico. Su espíritu se quiebra ante la mínima posibilidad de frustración. Le pasa a todos. Usando a Ahumada de chivo expiatorio nunca van a encontrar respuestas para un problema tan complejo. Deberían.
Hasta que abrió la boca, Ahumada era, para los hinchas, un tipo “con unos huevos así de grandes”. Curiosa, esta apelación genital que asocia el tamaño con el coraje; y que al mismo tiempo remite al pusilánime “boludo”; o a “pelotudo”, su expresión más rotunda. Una extraña paradoja que habla mucho de los argentinos, tan ambiguos y contradictorios; hábiles para encontrar más de un camino para solucionar problemas, pero expertos en huir hacia adelante antes de enterarnos cuál es el mejor.
Siempre aparecerá un nuevo conflicto que nos ayude a tapar el anterior. Y así seguimos, dale que va; para que el show no decaiga