Cuando era joven, no estiraba todavía mis piernas en escritorios de editoriales cool, sino en austeros pupitres del suplemento cultural del diario hegemónico monopólico, que en esa época se llamaba Cultura y Nación (aunque “Nación” –término designado por Osvaldo Bayer cuando supo ser editor de ese suplemento– estaba ya oculto en una tipografía ínfima). Por ese entonces, me permitía ironizar sobre la pléyade de alumnos y egresados jóvenes de Puán que pasaban por el suplemento proponiendo notas, y que en la conversación no dejaban de invocar a “Beatriz”, “Josefina” o “Piglia” (no sé por qué a él lo llamaban por el apellido). Recuerdo que también pronunciaban admoniciones sobre el “campo intelectual” a lo Bourdieu o, más ambiciosamente, sobre que “cada acto de cultura es también un documento de barbarie” a lo Walter Benjamin. Por supuesto que mi ironía no tenía un pelo de antiintelectualismo populista y resentido –valga la redundancia– por el mero hecho de que el antiintelectualismo, por definición, no conoce la ironía (cuando Feinmann se quejaba de que Sarlo no lo incluía en el programa de su materia en la facultad, lo decía en serio, más allá de que el efecto que causaba entre mis amigos era el de hacernos llorar de risa). No es que me sintiera ajeno a esos u otros nombres (mucho más cercano a Benjamin que a Bourdieu, por supuesto), ni mucho menos aún a la lectura rigurosa de textos complejos y a la actitud crítica, sino que me permitía desconfiar de las citas de autoridad académica (¡yo, que casi hice un doctorado en Francia!), de los títulos de nobleza, de los certificados de buena conducta intelectual. Pasado el tiempo, habiendo dejado de escribir para el monopolio (ahora lo hago en este diario de ultraizquierda), puedo, manso y tranquilo, citar a “Beatriz” (Sarlo, bien entendu) no como una autoridad (sigo siendo el mismo anarquista que combate cualquier situación de autoridad) sino como un caso inusualmente productivo en los modos de intervención pública. Lo hago con la impunidad que me confiere estar gordo y viejo y, por qué no, algo cansado. ¿Quién querría hacer negocios conmigo? Podría entonces citar su antológico artículo sobre Gabriela Michetti en La Nación hace unas semanas, o la excelente entrevista que concedió a Omar Genovese, publicada en este mismo suplemento el domingo pasado, sobre la que elijo detenerme. Versa, al comienzo, acerca de la situación del intelectual en la actualidad, Carta Abierta y el kirchnerismo. Pero luego Sarlo y Genovese deciden llevar la entrevista hacia temas menos remanidos, y reflexionar sobre las revistas culturales, sobre los modos de escritura en revistas como The New Yorker o Piauí –notable publicación brasileña–, sobre los cambios que introdujeron la aparición de Ñ y ADN, y también sobre las revistas online y la circulación en internet. Reparo entonces en una frase de Sarlo, que me parece crucial para entender cierto estado del periodismo hoy: “Algunos diarios se propusieron dar a sus lectores revistas culturales semanales. Empezaron a sobreimprimirse sobre el campo de las revistas culturales periódicas, y además utilizaron a los escritores preparados allí (…) el periodismo no se hace más culto, sino que se abren los temas culturales que reemplazan a sus temas clásicos como pueden ser la política, la economía…”.