El martes, en el programa de televisión de Alfredo Leuco, el escritor Federico Andahazi intentaba explicar lo peligroso que resulta que el candidato a presidente por el kirchnerismo tenga menos poder que la candidata a vicepresidente. Para fundamentar la idea, recurrió a una serie de ejemplos históricos en los que el más poderoso no era quien detentaba el cargo de más alto rango. La lista empezaba con Juan Manuel de Rosas, que no había sido –según Andahazi– más que un títere de su mujer, Encarnación Ezcurra, la creadora de La Mazorca.
Cuando terminó Andahazi, Leuco le dio la palabra a Luis Alberto Romero, a quien no se le puede reprochar que vaya a votar a la fórmula en cuestión. Pero Romero tuvo que empezar su intervención aclarando que la teoría de Andahazi le parecía bien pero que, como historiador, jamás se había encontrado con la versión de que el Restaurador fuera dominado políticamente por su esposa. Fue un momento desopilante.
Al otro día de esa experiencia televisual, me puse a leer un libro que acaba de publicar la editorial Mardulce y que se llama La tradición alemana en la filosofía. Aunque el título promete un mamotreto, es de tamaño chico y, en realidad, es la transcripción de una charla organizada por la Universidad de Berlín en 2016 entre los filósofos franceses Alain Badiou y Jean-Luc Nancy.
El tema es complejo, pero el librito se deja leer bastante bien por un lego. El tema es la influencia de la filosofía alemana en los filósofos franceses contemporáneos. Nancy y Badiou revisan algunos grandes nombres como Kant, Hegel, Heidegger, Husserl y los ponen en relación con otros nombres como Sartre, Foucault o Derrida. En medio de una plácida lectura, me topé de pronto con este pasaje a cargo de Badiou: “Lo que yo pienso es que todo puede ser absolutamente conocido. Es una bonita sentencia de Mao, si me permiten esta irrupción de China en una controversia franco-alemana: ‘Llegaremos a conocer todo lo que antes no conocíamos”’.
La “bonita sentencia de Mao” me hizo acordar a un conocido chiste (“Ahora se muere gente que antes no se moría”) y me dejó pensando en lo maravilloso que habría sido que alguien (aunque seguramente Nancy no fuera la persona indicada) asumiera el lugar de Luis Alberto Romero y le respondiera que tal vez en los 70 estuviera bien visto, pero que desde que se conocen los resultados de algunas investigaciones históricas, nunca había escuchado llamar “destacable pensador” a Mao Tse-Tung (como hace Badiou) ni calificar sus frases de “bonitas”.
Hubiera podido agregar que la razón era que Mao había dejado detrás suyo más muertos que Hitler o que Stalin y que episodios como la espantosa hambruna del llamado Gran Salto Adelante o la misma Revolución Cultural denotan la ignorancia, el fanatismo y la megalomanía del líder, cualidades bastante impropias de un pensador destacable.
Unas páginas después, Badiou y Nancy hablan del antisemitismo de Martin Heidegger y de su adhesión al nazismo, que desde luego rechazan. Pero no parecen darse cuenta de que celebrar el pensamiento de Mao no es equivalente a hacerlo con el de Heidegger, sino con el del propio Hitler.