Hay algo permanente e invariable en el corazón de los grandes dilemas argentinos, una constante persistencia en visitar una y otra vez los territorios de la ilusión, los espacios del autoengaño, los parajes del deseo metamorfoseado en realidades indiscutibles. Ante los interrogantes que atravesaron al país durante 2008 y, sobre todo, de cara a las decisiones que aguardan este año, se percibe la insistente emergencia de un viejo conocido, mecanismo nefasto que acompaña a la Argentina hace varias décadas.
Todo sucede como si la dificultad de sobrellevar la realidad fuese insuperable, a menos que hiciéramos de ella un mito al que le hincamos el diente desde el torcimiento de los hechos, en vez de abordarlo desde la desnudez de lo existente.
La nueva edición del libro de Richard Gillespie Soldados de Perón. Historia crítica de los Montoneros, que hace poco presentó Editorial Sudamericana con demoledor prólogo de Félix Luna, permitió verificar viejas sospechas y ratificar espinosas conclusiones.
El libro de Gillespie es incompleto y muchos de sus juicios son, al menos, opinables. No lo ayuda que la edición argentina sea la traducción al español de la inglesa hecha por un catalán, lo cual sazona a la obra de pedregosos anglicismos y manifiesta ignorancia de la política argentina. Más de una vez, por ejemplo, Gillespie aparece definiendo a los peronistas de izquierda de los años ‘70 como “peronistas radicales”, lo cual aquí es un dislate innecesario.
Gillespie hunde el bisturí con demoledora eficacia cuando revela el carácter deliberadamente engañoso y falseador que marcaba el estilo, objetivos y conductas de Perón. Inmune a toda grosera descalificación como “gorila”, Gillespie encuadra en la mentira deliberada y en el fraude ideológico más avieso de Perón muchas de las circunstancias terribles durante las cuales Argentina chapoteó en sangre durante varias décadas.
El elocuente alegato sirve extraordinariamente bien para comprender cómo, 34 años después de la muerte de Perón, el movimiento fundado por él con su propio nombre presenta los mismos problemas y exhibe similares características aunque en un contexto diferente, sensible a la muy argentina y aparentemente invencible tentación del personalismo más burdo. Si en Brasil no se habla de lulismo, ni Chile produjo bacheletismo o laguismo, la Argentina no se mueve de su cavernícolo caudillismo: acá tenemos “kirchnerismo”.
Hay, como en los años cuarenta, una dosis tóxica de mentira estatal organizada. Gillespie señala que “lo que durante los años 1946-1955 pasaba por ‘antiimperialismo’ fueron compras de intereses argentinos, que incluían los ferrocarriles, las fábricas de gas y la red telefónica, a unos precios que se llevaron el 45% de las divisas disponibles”.
No sucede algo excesivamente diferente 60 años después, al menos en la raquítica consistencia ideológica del peronismo, mil veces justificada e intelectualizada por gente de la cultura, que antes como ahora sentía la pulsión de identificarse con lo que percibía como identidad política del pueblo.
En ese sentido, lo que pasó con Montoneros y en general con la izquierda peronista y Perón, se reproduce, afortunadamente sin ametralladoras ni asesinatos, con los intelectuales kirchneristas del siglo XXI, algunos de los cuales compartieron y azuzaron las letales ilusiones de los años setenta.
Hay, empero, un agravante. Los ahora llamados banalmente “comandantes” montoneros, hace 35 años eran muchachos atosigados de ingenuidad, buenos deseos y voluntad incendiaria de cambiar al mundo a balazo puro. Pero no eran adultos ni habían transitado etapas de maduración personal y decantación cultural elementales para protagonizar tamaño emprendimiento.
Coparon regimientos, mataron a decenas de personas, secuestraron y apelaron al terror. Desde 1968 hasta fines de 1973, un lustro decisivo, se infatuaron con que Perón era la encarnación argentina del viejo Mao de China y el mítico Che inmolado en Bolivia. El autoengaño de los líderes de toda una generación que prefería morir “en combate” a la lenta y tediosa transformación social, puede atribuirse en todo caso a la ilusión de que el legendario asalto bolchevique al equivalente argentino del Palacio de Invierno de la Rusia pre comunista estaba a la vuelta de la esquina.
Estremece a lo largo de las décadas la capacidad única del peronismo para producir eternamente en su núcleo operativo similares paradigmas de ficción y credulidad. Desde su cúspide (Perón en el siglo XX, Kirchner en el XXI), se derraman explicaciones y arquitecturas conceptuales de autoindulgencia insultante. Los Montoneros y la JP de aquellos años digerían la retórica del “socialismo nacional” y el “trasvasamiento generacional”, como, al comenzar este siglo, tuvo inicial credibilidad la pamplina de la “transversalidad”, reemplazada luego por la vergonzosa “Concertación”, diseño simbolizado por ese Julio Cobos vicepresidente convertido ahora por el Leviatán kirchnerista en el peor enemigo.
Pero los duendes de la supuesta progresividad K anidan en grupos etarios mucho más veteranos que los “imberbes” que Perón echó de la Plaza de Mayo cuando decidió jugarse por ese “movimiento obrero” a muchos de cuyos jefes la guerrilla había asesinado.
Perón optó por los sindicatos, por López Rega y por Isabel cuando, en lugar de la “hora de los hornos” fantaseada en aquellos años, sobrevino la “hora de los bifes”. Gente armada y fogueada en acciones de guerra irregular estuvo atravesada tal vez por una candidez que recorrió una America latina en la cual durante demasiado tiempo Cuba ejerció la conducción estratégica de todos los que compartieran el dogma de que el poder sale de la punta del fusil.
La enormidad es que gente que participó de aquella ordalía e incluso no le hizo ascos a la hoy vituperada década de Menem, suba ahora a escena para intentar darles lectura positiva a estos años de un gobierno que lleva en su código genético como marca registrada su ambigüedad deliberada. En un instante luminoso de su controversial libro, Gillespie sostiene que “ni por un momento los jóvenes soldados de Perón sospecharon que pudieran estar luchando por un general infiel”. Cuando Perón murió, Kirchner tenía 24 años. Cuando Kirchner nació, Perón tenía 54.
Impresiona y lastima que de un siglo a otro la Argentina haya sido capaz de conservar y seguir nutriendo mitos y ficciones lamentables. Recuerdo cuando en esos apocalípticos setenta, personas con las que tenía relación intentaban persuadirme de que Perón “estaba rodeado”. Vociferaban que “¡está lleno de gorilas el gobierno popular!”.
Hoy sin pólvora, es la misma mitificación, esencia dominante del peronismo: nada es como parece ser y todo puede explicar todo.