COLUMNISTAS
VIOLENCIA EN el cine

‘Perros de la calle’

Esta semana contrarié mis impulsos de reclusión y por principio de solidaridad masculina acompañé al cine a un amigo que se había peleado con la novia. El tópico imponía, desde luego, el prolijo evitamiento de la comedia sentimental y el drama, así que elegimos “una de tiros”; es decir, esa clase de películas intrascendentes donde la gran cantidad de movimientos brindan una ilusión de actividad al nervio óptico. Fuimos a ver Bastardos sin gloria del ensalzado Quentin Tarantino.

default
default | Cedoc

Esta semana contrarié mis impulsos de reclusión y por principio de solidaridad masculina acompañé al cine a un amigo que se había peleado con la novia. El tópico imponía, desde luego, el prolijo evitamiento de la comedia sentimental y el drama, así que elegimos “una de tiros”; es decir, esa clase de películas intrascendentes donde la gran cantidad de movimientos brindan una ilusión de actividad al nervio óptico. Fuimos a ver Bastardos sin gloria del ensalzado Quentin Tarantino. El resultado no pudo ser más deprimente. Desde luego, a una obra de ficción no se le pide ningún rigor histórico, y ésta no era la excepción: presentar a un Hitler de pura macchietta que muere acribillado a balazos por un batallón judeo-americano vengador liderado por un rubio que actúa como Popeye y aduce tener sangre apache no es tomarse pequeñas licencias. Pero en el fondo, el objeto narrativo importa poco, y tampoco, a la hora de observar lo visto, ni siquiera vale la pena detenerse a examinar por qué ese film presuntamente ambicioso y totalizador de la obra de este cineasta sobrestimado no cumple siquiera con el requisito de entretener como lo hacían las películas western-spaghetti de Sergio Leone que le sirven de justificativo o de referencia.
Que una película tenga como objeto de culto o de remisión a otras películas es algo que no sorprende ni redime nada ni espanta a los espectadores (salvo que se trate de literatura): no existe prueba mayor de ello que los programas de aire de la televisión argentina, que básicamente se ocupan de otros programas de televisión, donde aparecen figuras de la televisión que hablan de lo que hacen en televisión o fuera de ella (es decir, en el cine o en el teatro). No. Lo que importa, lo que vuelve singular este film de Tarantino, y quizá el resto de su obra, es cierto consenso social, cierta fruición en el despliegue de sus procedimientos fílmico-narrativos, dirigidos fundamentalmente a construir la validación de un universo sádico.


¿Me explico? Me explico. Desde Perros de la calle en adelante, Tarantino ha construido su celebrada carrera poniendo en escena sus gustos estéticos provenientes del kitsch, el pop, el snuff y otras deprimentes onomatopeyas, su vocación por los diálogos elongados y sus aptitudes para organizar cadenas corales de flash backs y flash forwards, decorosas piruetas cinéfilas sobre el transcurso del tiempo. Pero sobre todo, su talento se aplicó a estetizar y volver cómico el ejercicio de la violencia. En Bastardos sin gloria asistimos a la culminación de ese sueño o de ese deseo. El comando judeo-americano arranca literalmente en pantalla, para beneficio del espectador carente de imaginación, las cabelleras de los nazis atrapados, y su ejecutor oficial parsimoniosamente destroza a esos enemigos con su bate de béisbol, de modo que veamos cómo el cráneo explota y un cuerpo se convierte en una masa de huesos. Desde luego, la baja argucia “políticamente correcta” de ese empleo es que después de todo se trata de los malos entre los malos, los sucios malos que además son antisemitas. Pero como es evidente que el conceptualmente ligerísimo film sólo se propone diseminar violencia y charlas a lo largo de sus tres horas con el fin de contraponer tensión y tedio, el pretexto resulta poco válido. Lo único que se ve allí es el goce perverso de un director que arma su dispositivo para exhibir una celebración obscena de la violencia, la gloria del amasijo, la pasión del reviente ajeno.
Escribí “sádico”, pero ahora veo que exageré en la dimensión del adjetivo. En el también tedioso pero más divino Marqués de Sade, la violencia forma parte de una máquina que al menos alerta al lector sobre la inadecuación entre las aspiraciones del deseo y la realidad de los cuerpos, sometidos al tormento para alcanzar las tensiones del exceso y la mística. En Tarantino, en cambio, todo se ve reducido a una mordacidad infantil, al inmundo deseo de celebrar la tortura. En ese punto, la cinefilia es el truco que enmascara su instrumento.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

*Periodista y escritor.