En los últimos meses los mercados globales acentuaron su optimismo. Los avances de la vacunación en varios países y la recuperación de la economia de los EEUU prevalecieron sobre las nuevas olas de la pandemia. En los EEUU influyó también el paquete social de Biden, cercano al 10% del PIB del país, financiado en buena medida con emisión, pero también con subas de impuestos, muy concentradas en los ingresos más altos, procurando afectar lo menos posible al consumo. Aunque Wall Street reaccionó negativamente, la economía global crecerá en 2021 al impulso de los EEUU (6,4%) y China (8,4%), según el FMI, y todas las regiones del mundo crecerán, aun las más remisas, como América Latina y el Caribe (4,6%) y el área euro (4,4%).
Mirando el trienio 2020-2022, se encuentran abismales diferencias entre regiones y países. En algunos casos, las recuperaciones en marcha son bienvenidos “rebotes” de la caída ocasionada por la pandemia, pero en muchos países emergente pintan como anticipos de futuros mejores. Los rebotes los encontramos en la mayoría del mundo desarrollado que, en el conjunto del trienio, crecerían 4,5%, con extremos en los EEUU (6,3%) y en el área euro (sólo 1,2%). En la mayor parte del resto del mundo, en cambio, se observa una tendencia al crecimiento de larga duración iniciada, según los casos, entre 20 y 40 años atrás. Por ejemplo, los países emergentes crecerán un saludable 9,6%, incluyendo el Asia en desarrollo (14%) y el África Subsahariana (5,5%). Triste es decirlo, pero América Latina será la “peor de todas” con sólo 0,3% de crecimiento en el trienio 2020-2022. Cabe decir que el África al sur del Sahara también ha crecido más que América Latina en lo que va del siglo XXI. Todo indica que los países emergentes seguirán liderando el crecimiento mundial. Entre el rebote de los desarrollados y la tendencia de mediana o larga duración de los emergentes, la economía mundial crecerá 7,0% en el trienio citado, un “numerazo” dada la pandemia.
Contra muchas predicciones, el dólar no se ha derrumbado, aunque sí está cayendo moderadamente contra otras monedas, más aún respecto de las acciones, las commodities y, en algunos países, los inmuebles, y más todavía respecto del bitcoin, activo muy peligroso, al menos, por su volatilidad. El dólar no está cayendo, sin embargo, contra su enemigo tradicional, el oro, que parece estar perdiendo glamour y hoy vale cerca de 30% menos en dólares constantes que en 2008.
No todo es fiesta, ni mucho menos. Además del costo en vidas, en secuelas y en posibles efectos hoy ocultos, han aumentado la pobreza y la desigualdad en casi todo el mundo. También siguen en pie riesgos relevantes, aunque no necesariamente inmediatos. Uno es la inflación y, asociada a ella, la suba de tasas de interés. Otro es la deuda global, pública y privada, que en 2020 ya llegaba a 3,5 veces el PIB mundial: una demasía. En parte por eso, más y más gente duda que las tasas sigan todavía bajas y están en aumento las expectativas de inflación a un nuevo target que podría ser, aunque no inmediatamente, de entre 2% y 3% anual. Los más conservadores se están volcando a comprar bonos del Tesoro de USA. No obstante, su rendimiento ha pausado su aumento. El de 10 años saltó de enero a marzo desde un insólitamente bajo 0,91% anual a 1,62%. Llegó a superar 1,70%, pero ahora cayó a menos de 1,60%. El optimismo no impide la volatilidad, y hay que prestar atención a la rapidez de los movimientos, casi siempre riesgosa. Al impulso de la recuperación global, las commodities siguen muy firmes. El precio de los granos, por ejemplo, es hoy comparable al de hace 10 años en términos reales, cuando todavía prevalecía el viento de cola. La duración de esta bonanza dependerá mucho del clima y de la continuidad de la recuperación global, en especial la de los países emergentes, que son sus principales demandantes.
La Argentina llega a esta situación muy golpeada, luego de una década de estancamiento económico, bajísima creación de empleos formales y consecuentes aumentos de la pobreza y, algo menos, de la desigualdad. Esto se acompaña con inflación crónica, en gran medida causada por un déficit fiscal igualmente crónico. Hemos “logrado” derrotar a la docena de planes de estabilización de mejor calidad. Una de sus peores consecuencias es ser un país bimonetario en el que para ahorrar, consumir bienes durables o invertir se usan dólares, quedando el peso limitado a cobros y pagos oficiales y al consumo menor. Aunque no lo parezca esta historia se hace presente también hoy. Al bajar nuestro producto bruto 2,4% en el trienio 2020-22, en marcado contraste con la mejora de la mayoría de países emergentes, el nuestro será uno de los de mayor caída.
Tanto el mundo como la Argentina, y ésta más aun por su vulnerabilidad, dependerán de aquí en más de la eficacia y la velocidad de difusión de las vacunas, también contra las nuevas cepas. Pero, aunque carentes hoy de la euforia de los años del viento de cola y pese a atravesar una situación grave, nuestro país tiene una nueva oportunidad, comparable con aquélla. Es cierto, la deuda pesa más hoy que entonces, pero esto sería manejable si los gobernantes entendieran y aceptaran que, con un programa económico capaz de interrumpir nuestra decadencia, el FMI aceptaría re-perfilar sustancialmente los vencimientos con él, nuestro principal acreedor. Ello ocurriría porque daría lugar a un rumbo claro de productividad inclusiva, permitiendo aumentar la calidad y la cantidad de las inversiones en capital humano y físico, creando así cientos de miles de empleos formales, reduciendo de ese modo la pobreza y abriendo el camino para reducir también la desigualdad. De esto se trata, no de copiar a algún país, pero tampoco de inventar un camino autóctono que a veces se parece demasiado al de las naciones que han fracasado.
*Profesor del IAE y de la Facultad de Ciencias Empresariales de la Universidad Austral.