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Oratorias

Piquete y cacerola

Los sectores medios de nuestro país, por lo común tan bovarianos, resolvieron hace unos años inventarse una gesta épica.

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Los sectores medios de nuestro país, por lo común tan bovarianos, resolvieron hace unos años inventarse una gesta épica. También ellos, por qué no, querían atesorar esa clase de vehemencias cívicas: un trance de paso a la acción, el derecho a la incidencia efectiva, la posibilidad de constar en alguna de las páginas de la historia. El final de 2001 les concedió esa epifanía: se vieron a sí mismos forzar la caída del gobierno de entonces, cacerola en mano y votando esto o aquello en las asambleas del barrio. Se vieron así, y se gustaron. Mejor eso que admitir que ese gobierno caía porque su conductor, Fernando De la Rúa, llevaba hasta sus últimas consecuencias el culto del bartlebismo extremo en la obcecación indeclinable del preferiría no hacerlo; o que cayó porque el poderoso aparato justicialista saboteó con pericia los engranajes herrumbrados de su precaria máquina de gobierno; o que cayó porque no era el delarruismo lo que en verdad concluía, sino el menemismo, con el rezago de su verdadero gestor: Domingo Cavallo, y porque la gran ficción de la era de Menem (que un peso valiera lo mismo que un dólar) sólo podía ser soportada y sostenida por ese gran artífice de ficciones de Estado que Carlos Menem había llegado a ser.
Mejor que eso, esto otro: la épica de las cacerolas. Por unos pocos días, los ajados piqueteros se sintieron como aliados, y la mugre de los cartoneros se redimió en ecologismo. No importa que la vibración de esta gesta de los sectores medios fuese declinando en su intensidad en la misma proporción en que aumentaba la conformidad con los planes de financiamiento de la pesificación bancaria: la imaginación de una épica social había sido establecida. Y al parecer quedó.
Al renovarse en estos días el golpeteo de las ollas, de las marmitas, de las baterías de cocina en general, ¿qué era lo que había que oír, además del trinar del acero inoxidable? ¿Otra vez el pueblo unido, que jamás será vencido, sólo que unido por esta vez con la rancia oligarquía terrateniente y no ya con la turba arisca de los menesterosos suburbanos? ¿Qué había que oír: otra vez el ansia ciudadana de hacer tambalear a un gobierno? En la Argentina la historia siempre se repite, pero la primera vez como farsa y la segunda también. Ninguna cacerola se golpeó para que cayera nadie, sino para que las carnicerías despacharan carne, o los bancos, dólares.
Mucho menos se parecieron estos días a los de marzo de 1976. Entonces, ¿a qué vino esa fuerte asociación por parte de la primera mandataria? Logró lo que tanto quería al entrenar su dote oratoria: que al escucharla evoquemos las ronqueras y las pausas tan propias de Eva Perón. ¿Para qué traer a colación entonces, cuando nadie al parecer pensaba en ellas, aquellas oscuras noches de Isabelita?