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Poder, dinero

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La Revolución Francesa no destruyó la vanidad –cometido que también se traía entre manos ingenuamente–, sugiere el crítico y filósofo René Girad en Mentira romántica y verdad novelesca, pero sí acabó con lo más importante, el derecho divino. A partir de la Restauración los monarcas acceden al trono, pero el auténtico poder está en otra parte.
Stendhal, en su novela inconclusa Lucien Leuwen, señala que el auténtico poderoso es el banquero a quien, de manera paradójica, el rey imita convirtiéndose de este modo en rival de un súbdito. He aquí la decadencia, el deseo del noble no se proyecta dentro de la corte, sino que desciende a la plebe. “La democracia es una vasta corte burguesa en la que los cortesanos están por todas partes y la monarquía en ninguna”, afirma Girard.    
En Rojo y negro, la famosa novela de Stendhal, su personaje, Julien Sorel, es republicano y ferviente admirador de Napoleón, motor de su deseo de poder y de ascensión social desde la modesta capa baja de la que proviene. Girard denominó este deseo como triangular o mimético porque se satisface siempre a través de una intermediación –el deseo de otro cuya existencia potencia el deseo personal de Sorel o bien la posibilidad de subir posiciones en la escala social a través de las relaciones afectivas, impulsado por la potencia de la vanidad.
El entrenador personal Daniel Westling es hoy el príncipe consorte de la futura reina Victoria de Suecia; la camarera Mette-Mariet, que acudió a un programa de televisión para conseguir pareja, acabó como esposa del príncipe Haakon Magnus de Noruega y Kate Middleton, sin oficio conocido, con el príncipe Guillermo de Inglaterra. Todos los que acceden desde la calle a las cortes europeas, ¿llegan allí, como diría Stendhal, empujados por la vanidad? ¿Llegan, como propone Girad, a través de un deseo triangular? Sin duda es un comentario apresurado y responder a ello es aventurar un juicio sobre una decisión privada a pesar de su relación con lo público. Pero lo que no parece presentar demasiada opacidad es la actitud de los nobles que en todos los casos parece remitir al amor. Aunque también cabría la hipótesis inversa y considerar que la pulsión de ellos podría ser la de ocupar un espacio fuera de la corte.
La globalización ha disuelto todas las certezas y creencias que configuraban el gran relato social hasta hace pocas décadas. La fragilidad se ha instaurando en nuestras vidas. No solo la estabilidad laboral y el lugar que ocupamos en el mapa de la sociedad es totalmente inestable, también la geografía íntima de nuestra experiencia sentimental está sometida a accidentes y movimientos telúricos permanentes.
El amor, en una economía de mercado, se ha convertido en una mercancía más y su posesión nos genera cierta seguridad transitoria. Caídos todos los relatos sociales colectivos en virtud del pragmatismo económico, lo contingente se vive como una resistencia y una defensa extrema de lo que se ha conseguido acumular. Las posibilidades de conquista de espacios laborales en los que la vocación encuentre un cauce satisfactorio y la retribución sea acorde con el esfuerzo invertido se han convertido en nuevas formas de la utopía en la que muy pocos creen. En este escenario, y bajo el encuadre de un individualismo extremo, una salida posible es la del amor, algo que parece al alcance de cada uno de nosotros pero que parte de una anomalía: se entiende el amor como salida individual olvidando a priori que, para su concreción, al menos en la versión básica, se necesita el concurso de dos personas.   
No hay una degradación del trabajo, dice el relato oficial, hay una incapacidad de adaptación, una reticencia a la flexibilidad laboral y profesional en cada fracaso. Con el amor pasa algo parecido. Asistimos a la caída total de prejuicios y vamos convirtiendo en palimpsestos nuestros cuerpos y nuestras propias vidas, cuyas superficies van acumulando una relación encima de la otra. Porque el amor, como el dinero, no dura, se gasta y desaparece.

 *Escritor y periodista.