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Poder y trastornos psiquiátricos

Difícil seguir siendo emperador en presencia de un médico, y difícil también preservar la propia cualidad humana.

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Difícil seguir siendo emperador en presencia de un médico, y difícil también preservar la propia cualidad humana. El ojo del médico no veía en mí más que una masa de humores, triste amalgama de linfa y sangre”, le hace decir la escritora Marguerite Yourcenar al emperador Adriano. Los médicos personales son los únicos testigos de la intimidad y las debilidades de los grandes hombres a quienes les consagraron su vida y su carrera. Están en la primera fila del teatro de la historia, discretos confidentes de los meandros del poder. El hombre a cuyas manos nos confiamos enteramente, desnudos y descarnados, debe ganarse esa confianza. Al médico le revelamos nuestros temores, esperanzas, desesperaciones, enfermedades físicas, mentales, los males de la edad, una simple hipocondría y nuestras carencias afectivas. Cada uno de los célebres personajes evocados en este libro necesitó la presencia de un médico a su lado. Esa “sombra” que los seguía a todas partes tiene nombre y apellido: Theodor Morell en el caso de Adolf Hitler, lord Moran para Winston Churchill, Bernard Ménétrel para Philippe Pétain, Vicente Gil para Francisco Franco, Georg Zachariae para Benito Mussolini, Max Jacobson para John Fitzgerald Kennedy, Vladimir Vinogradov para Iósif Stalin y Li Zhisui para Mao Zedong. (...)

Considerados como “ángeles malos”, los médicos personales son objeto de rivalidades diversas. Su influencia no es siempre política, sino que puede ser física o psicológica, y es difícil determinar con certeza su injerencia en algunas decisiones. ¿Cómo es que esos médicos pudieron lograr esa confianza, a veces ciega, de hombres de Estado con personalidades tan complejas? “Conozco a Charles casi tan bien como él me conoce a mí”, decía Winston Churchill de su médico, lord Moran. (…)

El médico es un filtro al que se le adjudica una enorme influencia. Se desconfía de él o se lo usa como intermediario para lograr cualquier fin. Se los ha tildado alternativamente de confidentes, impostores, eminencias grises, almas condenadas o consejeros políticos en las sombras.

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Algunos son personajes ilustres de la Historia, empezando por Rasputín, curandero del último zar de Rusia y a quien se le atribuye su caída. Rasputín es un hombre que se presta a todo tipo de fantasías, desde el tamaño de su sexo hasta el rol que desempeñó para convencer al monarca de no entrar en enfrentamientos con Alemania durante la Primera Guerra Mundial. Varios de los médicos de los que se ocupa este libro fueron en algún momento calificados de “Rasputines”, y como él, con frecuencia eran impopulares y rara vez eran aceptados por el entorno más cercano del poderoso.

La misión de esos médicos: permitir que el hombre de Estado al que atendían pudiera ejercer el poder durante el mayor tiempo posible. Y antes de hacer pública cualquier información sobre su salud, debían ser analizadas todas las consecuencias posibles. Muchas veces se endulzaban o se ocultaban ciertas aflicciones, y revelar cualquier deterioro mental o enfermedad grave resultaba impensable.

Esos médicos debían mantener a toda costa en funciones a sus pacientes, y a veces se veían arrinconados entre esa exigencia, los fundamentos de su profesión y sus propias convicciones personales. El conflicto entre el deber y el interés se hace evidente. Mientras se supone que el médico debe mantener su independencia y objetividad en el ejercicio de su profesión, en el teatro del poder la realidad es bien distinta. (...)

 A lo largo de la Historia, numerosos cambios de régimen estuvieron ligados a la salud de su gobernante. Cabe mencionar, por ejemplo, la fístula anal de Luis XIV en 1696. Se vivía al ritmo de la enfermedad del rey, y puede decirse que su política se divide entre un antes y un después de ese hecho.

Otro ejemplo más reciente fue la Conferencia de Yalta. Mientras que hasta la caída del Muro de Berlín el orden mundial dependerá parcialmente de lo decidido en Yalta, lo cierto es que esa cumbre estuvo marcada por la decadencia física de cada uno de sus participantes. Roosevelt, que reinaba sobre el mundo, estaba física e intelectualmente muy disminuido: era una sombra.

Pero con la complicidad de sus médicos, que habían hecho la vista gorda a su estado de salud, pocos meses antes había logrado obtener su cuarto mandato presidencial. Rondaba el fantasma de la enfermedad. Pero para hacer frente a un Stalin ávido de territorios, hacía falta un presidente norteamericano en pleno uso de sus facultades físicas y mentales.

Sin ser exhaustiva, la lista de hombres y mujeres que ejercieron funciones presidenciales o ministeriales durante el siglo XX estando física o mentalmente enfermos es alucinante: Erich Honecker (Alemania), Woodrow Wilson y Franklin D. Roosevelt (Estados Unidos), Georges Pompidou y François Mitterrand (Francia), Mohandas Karamchand Gandhi (India), Golda Meir (Israel), Háfez al-Assad (Siria), Mohammad Reza Pahlevi (Irán), Anthony Eden (Reino Unido), Ferdinand Marcos (Filipinas), Leonid Brézhnev, Boris Yeltsin (Unión Soviética), además de las personalidades de las que trata este libro. Asimismo, un estudio publicado en los Estados Unidos en 2006 consigna lo siguiente: es posible dirigir a la primera potencia mundial con una salud mental vacilante.

De los treinta y siete presidentes que ocuparon el cargo entre 1776 y 1974, dieciocho de ellos (el 49%) presentaban problemas psiquiátricos en un sentido amplio del término: sobre todo depresión (24%), ansiedad (8%), trastornos bipolares (8%) y adicción al alcohol (8%). Es una pena que ese estudio no sea más reciente: ¿qué diría de Donald Trump, el 45° presidente de los Estados Unidos? ¿Qué impacto tiene la enfermedad sobre el poder? ¿Debería ser un impedimento para ejercerlo? Cabe señalar que las patologías tal vez no siempre afecten negativamente las acciones. En cualquier caso hipotético, el ejercicio de ese poder está subordinado a la confidencialidad, esencial cuando se trata de problemas de orden psíquico o de adicción a las drogas o el alcohol. El secreto es necesario y condiciona la calidad de la atención médica a la que se tiene acceso. Ningún político le revelaría sus males a un médico si pensara que podrían ser divulgados y dañar su reputación.

*Autora de La enfermedad y el poder, editorial El Ateneo (fragmento).