La literatura nos proporcionó, hacia fines del siglo XIX, dos sargentos de policía. Los conocemos bien: uno, inventado por José Hernández, es el célebre sargento Cruz, más tarde retomado (y expandido) en un cuento de Jorge Luis Borges; el otro, recreado por Eduardo Gutiérrez, llevado luego al teatro (por los Podestá) y al cine (por Leonardo Favio), no es otro que el sargento Chirino.
El sargento Cruz, diríase que bajo la determinación de su nombre, hace algo sorprendente en el final de la primera parte de Martín Fierro: cruza de un lado al otro, se pasa del lado de la ley al lado del delito. Lo hace porque reconoce, admirado, la valentía impar del acorralado, y a la vez, por ende, lo uno con lo otro, la artera cobardía de ese todos contra uno que emprende la partida policial. Deserta, entonces, para ponerse a pelear a la par de Fierro, reconociendo (y es esto lo que detecta Borges) que, en cierto modo, el otro es él, él es el otro (¿qué pasa cuando un policía no es sino un malhechor, solo que con uniforme?). Cruz prefiere traspasar del lado de la abyección al lado de la dignidad, aunque después eso le exija otro cruce: cruce de frontera, para irse a tierra de indios (eso sí: con Martín Fierro).
El proceder del sargento Chirino, en el final de Juan Moreira, resulta en esto su exacta inversión. También Moreira se ve acorralado, y solo, contra una nutrida partida policial que lo persigue. Pero Chirino da con él y lo mata por la espalda. Por la espalda, sí, por la espalda: lo mata cobardemente, lo mata con felonía, con miedo y a traición. Se dice que, en algunas representaciones teatrales, no faltó el espectador que saltó hacia el escenario, confundiendo quijotescamente ficción con realidad, para tratar de impedir una acción por demás miserable. En Terrenal, de Mauricio Kartun, donde Caín vuelve a matar a Abel, pues lo mata incesantemente, brota ese nombre, esa exclamación: “¡Chirino!”, citando el tono desgarrado del film de Leonardo Favio.
En la Justicia argentina, por ahora, no existe la pena de muerte para castigar el delito de robo. A los ladrones, por ahora, no se los fusila ni se los electrocuta; tampoco se les corta la cabeza para exhibirla luego en alguna plaza pública (ni las manos meramente, para que no puedan volver a robar). En la Argentina, por ahora, estamos exentos de esas medievalidades; en la Argentina, por ahora, prima el criterio de que solamente se justifica el quitar una vida, si hace falta, para salvar otra vida: que toda vida humana, incluso la que se tenga por deplorable, asume un valor intrínseco y supremo. En la Argentina, por ahora, se sostiene que una vida, la que sea, vale más que cualquier objeto que pueda hurtarse o robarse.
Luis Chocobar no ha llegado a sargento todavía. Pero mató por la espalda, como Chirino, a un ladrón que se escapaba por las calles de La Boca (y que no tenía, como tenía Moreira, un trabuco ni otra cosa parecida). ¿Lo hizo para preservar otras vidas, incluida la suya propia, porque corrían eminente peligro, o lo hizo para limpiar nomás a un chorro, a manera de pena de muerte aplicada sin juicio previo? Quienes lo vitorean, quienes lo agasajan, ¿lo hacen porque presumen que dando muerte salvó vidas, o lo hacen porque les da un regocijo enorme verificar que a un chorro se lo mata así sin más? Y el Presidente, cuando lo recibe, o la ministra, cuando lo encomia, ¿lo hacen porque ven en Chocobar a un héroe, a un héroe y no al perpetrador de un crimen, o lo hacen porque en verdad están ya resueltos a que a esta clase de crimen (el que sirve para deshacerse de chorros, para asesinarlos sin más trámite) se le dé un estatuto heroico?
¿Existe una mayoría de argentinos que se inclina a favor de la muerte? Duran Barba (es decir, el Gobierno todo, que habitualmente lo que hace es repetirlo) ha dicho que sí: se lo indican las encuestas. Ignoro si encuestaron a los que quedaron la otra tarde en pleno centro en medio de un tiroteo policial, para saber si, mientras se tiraban al piso y sentían picar cerquita las balas, les parecía que en la Argentina hay ahora más seguridad o más inseguridad.