El mundo, para los humanos, se compone de hechos, percepciones de los hechos y palabras. La historia se mueve a través de acontecimientos y de comunicación –mensajes que fluyen incesantemente entre innumerables emisores y receptores–. La mayor parte de la gente habla de asuntos tales como el Gobierno, la política o sus propias preferencias sin poner demasiada atención en las palabras que le vienen a la boca. En cambio, los intelectuales suelen ser más afines a las palabras que a los hechos.
Muchos intelectuales están convencidos de que las palabras que se usan condicionan en buena medida la percepción de los hechos. La mayoría de la gente no percibe las cosas en esos términos. Algunos intelectuales pueden discutir hasta el cansancio qué palabras conviene usar para hablar del Gobierno (ver, por ejemplo, González vs. Sarlo, Ñ, 16 de agosto. Allí se debaten cosas como ésta: ¿decir “Kirchner está loco” implica una actitud golpista o “destituyente”, o es una expresión coloquial similar a la que cualquiera usa cuando dice, eventualmente, “Fulano se volvió loco”, aludiendo a que hace cosas difíciles de entender, sin implicar que debe ser físicamente eliminado o encerrado en un manicomio?).
Además de hechos, percepciones y palabras, el mundo incluye un cuarto elemento: datos. Existen especialistas –una variedad humana a la que los intelectuales tienden a tener en baja estima– que hacen uso de información para la construcción de sus discursos. La información, los datos, son un punto donde los hechos y las palabras convergen con más contenido empírico que cuando alguien habla comúnmente de algo. En este plano hay hoy un debate abierto. Si alguien dice “el Gobierno manipula datos”, esto no implica lo mismo que decir “Kirchner es fascista”, y ni siquiera implica un juicio “destitutivo” en el orden institucional; es simplemente una constatación: hay otros datos sobre los mismos hechos, de fuentes tanto o más confiables, que difieren de los del Gobierno, y hay percepciones que los contradicen.
A la mayor parte de la gente los hechos le importan más que las palabras. Sin duda, la representación mundana del mundo difiere de la representación intelectual, no solamente porque se usan otras palabras sino, y sobre todo, porque se atribuye menos importancia a la elección de cada término y sus implicaciones. Además, a mucha gente común le interesan también los datos –cierto, más por curiosidad que para analizarlos en profundidad–.
El asunto hoy relevante para la mayor parte de los argentinos no es acerca de con qué palabras describir lo que uno cree que está ocurriendo sino establecer si a partir de la memorable votación en el Senado sobre la Resolución 125 algo está cambiando, o no, en la política del Gobierno. Hay muchísimos argentinos comunes que no se declaran oficialistas ni opositores. Juzgan al Gobierno cada día, en parte por lo que los gobernantes dicen o hacen, en parte por los hechos, los resultados que el Gobierno genera. Y a veces, también, juzgan los datos. El Gobierno ha perdido apoyo en la sociedad durante los últimos meses por cosas que hizo –como el manejo del conflicto con el campo–, por los resultados –como la inflación que se le fue de control– y porque los datos que difunde no son creíbles. Del mismo modo la gente juzga a la oposición. Como ésta no genera mayormente resultados, ni datos, algunos hechos puntuales que ella produce adquieren relevancia. Por ejemplo, el desempate del vicepresidente Cobos en el Senado. De pronto, la sociedad descubrió que un voto en el Senado puede convertirse en un hecho trascendente. La imagen positiva del Senado trepó a las alturas en las mediciones de opinión pública. ¿Quién lo hubiera imaginado pocos meses atrás?
La situación actual puede ser resumida así de simple (éstos son hechos, no interpretaciones): el Gobierno ha perdido credibilidad en la sociedad; para recuperarla, debe producir resultados, no discursos o gestos. Hasta ahora hay discursos y gestos, pero pocos o ningún resultado. El discurso del Gobierno no es el adecuado; no hay espacio para infundir a la sociedad una nueva mística igualitarista (“distribucionista”) mientras la economía no genere más empleo y más ingresos. La propuesta de los intelectuales favorables al Gobierno de que ésta es una lucha contra un enemigo perverso, que contiene a la mayoría de la población, no es creíble y no convencerá a nadie más de los pocos que ya están convencidos. Los datos que difunde el Gobierno no los cree casi nadie. La mayor parte de los argentinos percibe algo distinto de lo que el Gobierno transmite que es su percepción. Los debates conceptuales entre intelectuales tienen sin cuidado a la mayor parte de los argentinos; por ahí no pasan las respuestas a los problemas.
Que existan algunos grupos políticos “destituyentes” parece plausible. Que tengan posibilidades de alcanzar sus propósitos es implausible. Las respuestas a los problemas actuales deben venir del ámbito de las políticas públicas, no de las palabras. Y, no menos importante, las percepciones de la mayor parte de la gente serán un factor decisivo.
*Sociólogo