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Apuntes en viaje

Polizones

En La Habana, en las extensas guaguas que unían los distintos barrios, los choferes eran prácticamente testimoniales. Solo conducían y conversaban.

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En La Habana, en las extensas guaguas que unían los distintos barrios, los choferes eran prácticamente testimoniales. Solo conducían y conversaban. | marta toledo

Hace unas décadas, recuerdo que los colectivos eran máquinas sulfatadas con conductores a su vez sulfatados. Maniobraban un volante gigantesco que, según los modelos, parecía nacarado con incrustaciones, en consonancia con todo un decorado de tachas, felpas, espejos sobre cuero a dos colores y lenguas stone; pasaban los cambios con una larga palanca forrada en cuyo extremo sobresalía un pomo blanco; trataban de no atropellar al pelotón de gente que se juntaba en las paradas y se apuraba a subir con el colectivo en movimiento. En cada parada, según el horario, el colectivo demoraba entre cinco y diez minutos. El colectivero, dependiendo del destino, picaba un boleto de distinto color, numerado, que era el verdadero aliciente del viaje para un niño, ya que podía resultar capicúa; daba cambio oprimiendo hábilmente uno de los diez cilindros de metal con aspecto de rallador que guardaban monedas de distinto tamaño, o extraía del tablero uno de los tantos billetes que la hiperinflación había transformado en papel gastado.

El colectivero, en su esquizofrenia, a menudo arrancaba con cuatro o cinco personas colgadas en el estribo, y seguía cortando boletos y aporreando el monedero para dar vuelto, mientras maniobraba el volante, pasaba cambios y tocaba bocina para evitar colisiones con otros colectivos que asomaban la trompa. A la vez, el motor crujía penosamente después de cada cambio y en el piso hueco se extendía un temblor, como si el vehículo estuviera a punto de abrirse en dos. Los pisos eran de goma, y en las canaletas se acumulaban boletos abollados que de chicos juntábamos en busca de la panacea capicúa. Cada tanto el colectivo se encapotaba de rumores. Algunos se apuraban a bajar o a apiñarse en el fondo. El inspector o “chancho” acababa de subir e intentaba abrirse paso entre la masa con un picaboletos minúsculo. Cuando encontraba a algún colado, a veces se dejaba ganar por las excusas y cedía a la compasión –sobre todo si se trataba de una madre con un niño–, y soltaba un admonitorio “la próxima no pasa”.

La figura de ese colectivero polifacético en mi infancia fue el epítome de la explotación capitalista: un mártir crucificado al volante. Tan impresionado viví de chico por esa figura cotidiana, que en mis primeros viajes al exterior improvisé una antropología del conductor de ómnibus. En La Habana, en las extensas guaguas que unían los distintos barrios, los choferes eran prácticamente testimoniales. Solo conducían y conversaban. El ciudadano comunista ingresaba y bajaba por cualquier puerta al vehículo, hacía llegar su pago simbólico a través de otros pasajeros al guarda, que en un asiento pequeño cantaba por la ventana el destino del ómnibus, y nunca recibía boleto a cambio. De más está decir que nadie sentía el peligro de que un inspector subiera en busca de polizones. El malestar tangible en cualquier transporte porteño era en las guaguas algarabía, un cotorreo en el que las bromas y la difamación estaban a la orden del día.

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De a poco, en mi primer viaje, en el 96, me hice adicto al transporte público habanero. Iba y venía camuflado entre el pueblo. En mi segundo viaje, en 2014, me pareció que las guaguas escaseaban, ya no había guardas, y que los viajes en taxis colectivos o lanchas eran lo mejor. Me aficioné al delirio de viajar apiñado en los asientos traseros de viejas joyas de la industria automotriz norteamericana.